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Recuerdos/Jaque Mate

Sergio Sarmiento

“Conserva tus recuerdos. Es todo lo que te queda.”

Paul Simon

Es ya el final del año: de un año que se acumula como tantos otros en el cesto de lo pasado. Y en medio de las festividades, de los brindis, de los abrazos, no puede uno dejar de mirar con nostalgia lo que ha quedado atrás.

Al final uno se va haciendo inevitablemente viejo. Cuando uno es joven es difícil entender el proceso. Piensa uno que la juventud se mantendrá como por arte de magia. Quizá por eso los jóvenes suelen tratar con tanto desprecio a los viejos: no creen que llegarán realmente a ser como ellos. Cuando se dan cuenta de que el tiempo pasa por todos, ya es demasiado tarde.

Sí, yo también me he vuelto viejo. He cumplido este año el medio siglo de vida. Es mucho tiempo: especialmente en un país en que una tercera parte de la población tiene menos de 15 años. Pasé sin darme cuenta de niño prodigio a viejo tonto.

Soy lo suficientemente viejo para haber tenido una televisión de blanco y negro en que se veían solamente tres canales. Y para haber coleccionado discos de música impresos en acetato negro y que se escuchaban con una aguja: los tuve de 33 revoluciones por minuto y de 45 y llegué a tener unos cuantos de 78.

Puedo recordar los tiempos en que los conservadores insistían en usar el anacrónico nombre de “Rusia” cuando “Unión Soviética” había sido el nombre oficial durante cuatro décadas. No me habría imaginado que, cuatro décadas después, “Unión Soviética” sería el término anacrónico y Rusia el oficial.

Recuerdo los tiempos en que viajar por avión era motivo de fiesta: las familias se ponían sus mejores trajes para hacerlo. En ese entonces, nuestros jóvenes no lo saben, podía uno entrar a un avión sin ser revisado y esculcado como criminal. Recuerdo que en los aviones se servía de comer algo más que una minúscula bolsa de cacahuates.

No han desaparecido todavía de mis recuerdos los tiempos en que para hacer una suma o una resta había que calcular mentalmente —o por lo menos con los dedos— cuántas unidades se añadían o se sustraían. De igual manera, para hacer una multiplicación o una división había que aplicar unas tablas de multiplicar aprendidas de memoria por repetición constante. Las calculadoras electrónicas eran juguetes de ejecutivos. Nadie cuestionaba que en la escuela había que aprender de memoria las tablas de multiplicación o las fechas y los nombres de la historia.

Soy suficientemente viejo para recordar que un popular paseo familiar en la ciudad de México era tomar el recientemente inaugurado Periférico hacia el norte hasta llegar a una nueva colonia que se llamaba Ciudad Satélite y a cuya entrada se encontraban unas distintas torres de colores vivos y contrastantes que todo el mundo calificaba de espantosas. Hacia el sur, el Periférico llevaba hasta el Pedregal de San Ángel, que era, bueno, eso precisamente: un pedregal en el que había más tarántulas y serpientes que nuevos ricos y políticos. El trayecto entre el extremo sur y el norte del Periférico parecía enorme, pero ante la falta de tránsito se hacía en una fracción del tiempo que hoy se precisa.

Tengo presentes los tiempos en que las computadoras eran unos aparatos gigantescos con luces multicolores que aparecían en las películas de ciencia-ficción. Y en que sólo Cantinflas y unos cuantos amigos suyos se podían dar el lujo de exhibir películas en casa. El sueldo mínimo era de 35 pesos diarios, que equivalían a menos de tres dólares.

Cuando yo crecía y empezaba a darme cuenta del entorno que me rodeaba México tenía 35 millones de habitantes y la ciudad de México albergaba a unos tres millones de ellos. En las mañanas, al salir para la escuela, me gustaba mirar hacia el oriente y ver casi siempre con claridad dos volcanes majestuosos a menudo cubiertos de nieve: el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. La expresión “la región más transparente” no era todavía un comentario irónico. Recuerdo que un presidente estadounidense visitó la ciudad de México y cientos de miles de capitalinos, sin acarreo alguno, se alinearon al paso de su comitiva. No era su propósito manifestarse en protesta sino vitorearlo. Ese presidente se llamaba John F. Kennedy.

El tiempo va quedando atrás y los recuerdos se acumulan. De esta manera vamos envejeciendo. Lo podemos hacer con dignidad. O con la inútil resistencia de quien acude al bisturí para tratar de demorar lo inevitable.

Peor

Fue éste un año mucho peor de lo que imaginamos en un principio. La recuperación económica no tuvo lugar. La claridad que esperábamos de las elecciones del 6 de julio se convirtió en caos. Las oportunidades de reformar nuestras estructuras fundamentales se arrojaron a la basura con la peor de las irresponsabilidades.

Correo electrónico: sergiosarmiento@todito.com

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