La economía cumple tres años de retroceso del producto por habitante. Los mexicanos han visto reducir su ingreso 3% entre 2000 y 2003.
El estancamiento parece persistir a pesar de que se ha reiniciado el ascenso de la economía norteamericana, de los altos precios del petróleo, de las bajas tasas internacionales de interés de la deuda y de la recuperación (2003) de otras economías latinoamericanas (Argentina 6% de crecimiento per cápita, Perú 2.4%, Chile 2%, Costa Rica 3.5%). No sólo con respecto a los países de la región se pierde el paso.
El mismo rezago ocurre frente a los países asiáticos en desarrollo (China, Corea, Taiwán, Malasia) o las naciones industrializadas (Inglaterra, Francia, Alemania, España). Más aún, la economía norteamericana ya se encuentra en su segundo año saludable, sin mayor reflejo en México y la salida de la crisis de los países asiáticos ha sido más rápida y sólida que la nuestra. Baste mencionar un caso, después de la caída del 8% (1998) en el producto por habitante de Corea, entre ese año y 2003, esa variable ha ascendido a un ritmo medio del 5% anual.
La parálisis de la economía nacional no obedece centralmente a la falta de instrumentación de las llamadas reformas estructurales (fiscal, energética, laboral), sino a los desaciertos acumulativos en el manejo de la estrategia económica, principalmente la que cuida de la prosperidad del sector exportador, motor seleccionado del crecimiento nacional. Acrecentar los ingresos tributarios, sobre todo si se hace equitativamente, ayudaría a respaldar programas de infraestructura física o de bienestar social. Sin embargo, se estaría lejos de compensar las recaudaciones perdidas con el cuasi-estancamiento nacional que ya casi se prolonga por un cuarto de siglo, marcado, además, con crisis destructivas intermitentes. Si los ritmos medios de desarrollo de las primeras tres décadas de la posguerra se hubiesen mantenido, sin reforma fiscal alguna y el mismo grado de corrupción, los ingresos tributarios serían más del doble de los actuales, es decir, su incremento multiplicaría por siete la cantidad que se buscaba recoger con la reciente propuesta impositiva del Poder Ejecutivo.
Y además, se habría logrado no con angostamiento, sino con la ampliación del mercado interno y sin tanto desgaste político. Los resultados de combatir obsesivamente a la inflación —descuidando el crecimiento—, de cancelar toda política industrial, de celebrar tratados de libre comercio como única arma de la política comercial, de permitir la extranjerización de las mejores empresas nacionales, están a la vista y no son halagüeños.
No sólo ocurre que las exportaciones, no impulsan al resto de la economía, que la avalancha de importaciones destruye a la pequeña y mediana empresa -o lleva a extranjerizar a las grandes-, también transferimos gratuitamente los beneficios de nuestro superávit comercial con los Estados Unidos a países europeos, asiáticos o latinoamericanos, con los que ya se registran desajustes comerciales insostenibles.
México se ha insertado jerárquicamente mal en el complejo de las redes transnacionales de producción y comercio.
La pasividad de las políticas propias nos ubica casi permanentemente en operaciones de ensamblaje simple de productos manufacturados, con efectos pobres en materia de absorción de tecnologías modernas y de generación dinámica de valores agregados. Se han malgastado los diez años de la delantera que nos dio la celebración del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y las casi cuatro décadas de experiencia maquiladora.
Por eso, México cede terreno frente a China, la India u otras naciones asiáticas que nos desplazan en la elaboración de artículos de mano de obra barata o toman ventaja en especializaciones de alta tecnología. Además, frente a un mercado interno estancado y casi agotada la venta de activos y empresas nacionales, la inversión extranjera comienza a preferir y preferirá a países más dinámicos, como la India, China o Brasil. La lectura de las cifras del comercio internacional (exportaciones e importaciones) constituye una crítica devastadora a las políticas nacionales.
El crecimiento del intercambio transfronterizo de México en el bienio 2002-2003 es de apenas 1/6 del que realizan en promedio los países en desarrollo y 1/2 del efectuado por las naciones avanzadas. Más aún, después de la crisis de Argentina y Brasil, el comercio latinoamericano se recupera, sube (2003) cuatro veces más que el nuestro. Puesto en otros términos, las compras y ventas mexicanas al exterior quedan debajo de cualquier país situado en condiciones menos favorables, sea con menos tratados de libre comercio o sin petróleo, con menores remesas de braceros, sin la vecindad al mayor mercado del mundo, ávido de importaciones, como lo demuestran sus déficit comerciales, los más abultados del planeta.
Con decisión y sacrificios -incluso, corrigiendo las tendencias a sobrevaluar los tipos de cambio durante los noventa-, el conjunto de los países latinoamericanos corrige los desequilibrios en sus cuentas externas al pasar de déficits comerciales (-22.9 miles de millones de dólares) y de la cuenta corriente de la balanza de pagos (-53.4 miles de millones) en 2001, a estimaciones de superávit comercial (+27.7 miles de millones) y en cuenta corriente (+6.0 miles de millones) en 2003.
De nueva cuenta México es una excepción, no sólo porque la corrección cambiaria es insuficiente, menor a la del promedio latinoamericano, y que se pierde terreno en la competitividad. Ello se traduce en un déficit comercial (2003) de 9.4 miles de millones de dólares y otro en cuenta corriente de 8.4 miles de millones que no ha podido corregir el receso de tres años. Por eso, la posibilidad de instrumentar políticas fiscales contracíclicas -como las de los países avanzados- es una imposibilidad: toda alza en el ritmo de crecimiento nacional, elevaría más que proporcionalmente las importaciones, originando devaluaciones cambiarias o a nuevos ciclos de endeudamiento externo e inflación, dado el pobre dinamismo de nuestras exportaciones.
De la misma manera que no hay democracia sin división respetada de poderes, sin partidos políticos y, sobre todo, sin atención a las demandas ciudadanas, no hay posibilidad alguna de bienestar ascendente sin inversión nacional, sin vertebración deliberada de las políticas industrial, de comercio exterior, de empleo y de manejo cambiario-financiero. En esa constelación de tareas olvidadas o aplazadas reside el meollo de la reforma de Estado. Si los propósitos genuinos fuesen mejorar el bienestar ciudadano y afianzar la democracia, no hay escapatoria, hay que volcar los esfuerzos de gobierno, agentes productivos y partidos políticos en favor del desarrollo y de la democratización de la política económica, pasar de los espejismos reformistas, a la remoción de los verdaderos obstáculos a la modernización del país en un mundo globalizado.