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Relatos| Entre sueros y jeringas

CECILIA AGUILAR ACUÑA

Amelia Hernández tiene dos motivos para festejar el seis de enero: su cumpleaños 55 y el Día de la Enfermera.

TORREÓN, COAH.- La sonrisa amable de Amelia Hernández parece pertenecer del todo a su rostro afable, por cierto, radiante a sus 55 años de vida que mañana cumple. Fecha también importante para ella, porque es el Día de la Enfermera.

Estos dos festejos la hacen feliz. Como también la hará dichosa celebrar el siete de febrero próximo sus 30 años de servicio, en compañía de sus padres y sus cuatro hijos quienes la han motivado a seguir adelante en esta vocación que le ha dejado múltiples satisfacciones.

Amelia es considerada por sus compañeros como una enfermera profesional, entregada, amable, dedicada, justa, sensible, preparada, responsable, confiable y que sabe escuchar. Piensa que como en todas las carreras, la clave es la vocación.

Cada persona tiene un don y a ella, dice, Dios le dio como regalo la gracia de amar al prójimo a través del servicio. El amor es lo esencial para ella, ya que el dar sin esperar recibir nada a cambio es lo básico en esta profesión donde diariamente se convive con la vida y la muerte.

Un regalo

Jugaba a ser enfermera. De muy pequeña, sus papás le regalaron una jeringa de juguete con la que inyectaba a sus muñecas y amiguitos. Siempre sintió el impulso de cuidar a los demás y de prodigarles cuidados.

Amelia tenía entre seis y siete años cuando luego de insistir mucho, convenció a sus padres de que le comprarán una jeringa de verdad. Al salir de la Parroquia de Guadalupe los convenció para que acudieran a una tienda —que en aquel tiempo estaba ubicada frente a la iglesia— donde vendían equipo médico.

De ese negocio salió con un estuche de un material parecido al aluminio donde antes se guardaba la jeringa y ahí mismo se ponía a hervir para desinfectarla.

“Era de verdad”, comenta mientras ríe para luego contar una de sus travesuras.

Una vecina de su edad jugaba diariamente con ella. Como la mamá trabajaba de noche y dormía en el día, la niña pasaba buen tiempo en casa de Amelia. Un buen día tomó una solución de penicilina que encontró en el buró de su mamá y con la jeringa, luego de mucho esfuerzo extrajo el líquido.

Logró pincharle la aguja a la pequeña quien por el dolor, salió corriendo despavorida a su casa con la jeringa incrustada en su trasero. Todo hubiera salido perfecto si su vecina hubiera aguantado, pero esa acción le significó regaños, reclamos y sustos.

Con eso de que la policía iba a ir por ella, sus padres lograron quitarle la idea de jugar con ese instrumento. “Al menos no con el de verdad” y platica que afortunadamente la solución suministrada no provocó estragos en la pequeña.

Pero recuerda que cada que veía a un policía, se llenaba de terror y corría para esconderse bajo la cama, pues tenía miedo de que la llevaran a la cárcel por su chiquillada.

En su adolescencia vino a confirmar que la profesión de enfermera era su vocación. Una prima sufrió quemaduras en su cuerpo que ameritaron un cuidado personal de día y de noche. Amelia durante un mes y diez días fue la enfermera de cabecera de su familiar, mucho antes de que pensara con seriedad, estudiar esta profesión.

Su familia, su fuerza

Hipólito Hernández Solís de 82 años y Marcelina Barreto de 74 años, son sus padres a quien les debe todo en la vida. Ellos le ayudaron con el cuidado de sus hijos mientras ella trabajaba para forjarles un futuro. Siente orgullo porque dos de sus retoños están en avanzados semestres de sus carreteras profesionales; el pequeño porque es una persona excepcional y porque su hija mayor, la única casada, es enfermera especialista quirúrgica.

Sus ojos brillan cuando habla de ellos. Cambian de expresión al momento que recuerda que logró cumplir su sueño pese a que su padre siempre le insistió que estudiara para ser maestra. Su profesora de primaria, Carmen Flores Cepeda, a quien frecuentaba luego de haber terminado la educación básica, le decía que podía apoyarla económicamente si se decidía por esa profesión, pero ella se negó, pues su pasión estaba puesta en la carrera de enfermería.

Fue un tío de su mamá quien la impulsó con el argumento de que la mujer se tiene que preparar. “Me dijo, si eso te gusta, yo te ayudo”. Poco después de que terminó la secundaria, cuando tenía 19 años, fue que se inscribió en el otrora Hospital Ejidal de la clínica número 18 del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), donde terminó el curso de enfermería.

El amor, lo fundamental

Por tres meses estuvo como suplente en las brigadas de vacunación en el Centro de Salud de Matamoros, luego de haber concluido sus estudios. Al Hospital Universitario llegó hace casi 30 años. Un examen aprobado y unas prácticas profesionales, le dieron su pase definitivo de entrada a este nosocomio como enfermera auxiliar, donde es respetada y valorada por su trabajo y entrega.

Ayudar al paciente en sus necesidades físicas, psicológicas y morales, son las tres esferas fundamenta-les que debe cubrir toda persona dedicada a esta profesión. Amelia, antes de empezar su día, diariamente llega a la capilla del hospital para encomendarse a Dios y pedirle un buen carácter para agradar a sus enfermos, fuerza, capacidad de escuchar y fundamentalmente amor, para luego entregarlo a manos llenas.

Una enfermera de su categoría —auxiliar—, mantiene un contacto directo con el enfermo y sus familiares. Es sensible al dolor ajeno, no al grado de dejarse abatir, sino en el extremo de otorgar apoyo espiritual y moral a quien sufre.

“Hay veces que nos toca ver cosas muy amargas, cada ser humano tiene su historia y la muerte es triste. Aunque uno tiene muchos años en esta profesión, no estamos exentos a dejar de sentir en carne propia algo similar, es muy duro y se llena uno de impotencia cuando a uno le toca presenciar la muerte de un ser allegado”, reflexiona Amelia.

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