PEREGRINOS RECORREN EL CAÑÓN DE JIMULCO DESDE HACE CINCO AÑOS.
El Siglo de Torreón
La imagen del Señor de Mapimí congrega en La Flor a cientos de fieles
LA FLOR DE JIMULCO, MUNICIPIO DE TORREÓN, COAH.- El erosionado pavimento parte el desierto en dos y sobre él andan los peregrinos. En medio de cardenches, lechuguillas, ocotillos y mezquites, avanzan las carretas a la espalda del contingente que camina... y canta: “de esa sierra de Jimulco / se divisa desde aquí / donde fue aparecido / el Señor de Mapimí”.
Los danzantes son los primeros en asomarse por la curva que quiebra antes de llegar al ejido. Con cascabel en mano y golpeando el suelo con sus pies a ritmo de tambor rodante, abren paso a los integrantes de la Hermandad del Señor de Mapimí, quienes, vestidos con túnicas moradas y cordón al cuello, llevan una imagen y dos réplicas pequeñas de la figura original.
Detrás de ellos vienen las mujeres y los niños, que entonan alabanzas; más atrás, familias enteras a bordo de los carromatos arreglados con mantas y lonas, como antiguos carretones. En La Flor ya los esperan. Los peregrinos vienen de Juan Eugenio, San José de Zaragoza, Villa Unión, Jimulco, Jalisco, La Trinidad y otras comunidades. La fiesta comienza y las nubes se muestran indecisas: cubren parcialmente el sol, pero no dejan caer el aguacero.
El campesino Luis Favela, con sus 67 años y su sombrero en la cabeza, aguarda con el tiempo entre las manos sentado bajo la sombra de un tejado. Asegura haber escuchado de los milagros del Señor de Mapimí que se pregonan por el todo cañón. “Pos’ ésos de Juan Eugenio y de toda esa rancherada dicen que ellos le han visto en las orillas, le han pedido y sí conocen ellos... son muy devotos”.
Niños y adolescentes salen de las escuelas para seguir la procesión que se adentra poco a poco en el poblado. Un grupo de jinetes varones de distintas edades se adelantan al contingente para ocupar su lugar en un terregoso campo de futbol. Aquí, a los danzantes colorados se suman otros de traje azul; ambos grupos, junto con los doce hombres y niños de morado, toman su lugar en el centro de la cancha, resguardando la imagen sagrada.
En medio del trajín se encuentra el comerciante Modesto Machado, con 49 años de vida y tres en la Hermandad. Explica su función: “nosotros estamos para atenderlo a Él (al Cristo), para servirlo en todo... lo único que se necesita es tener fe y estar dispuesto a cumplir con preparar todas sus celebraciones que se le hacen en el año”.
Sobre su atuendo, Modesto dice desconocer el significado de la túnica morada pero sobre la cuerda que trae alrededor del cuello, afirma: “la usamos porque así fue como trataron a Nuestro Señor Jesús cuando lo iban a crucificar, o sea, como un burro”.
Las carretas intentan formar un círculo en el campo, pero el ansia gana y uno de los jinetes detona su pistola apuntando hacia el cielo. Al sonido de los balazos, se echan al galope los demás caballos. Una nube de polvo se levanta en torno a los danzantes que parecen competir con su ritmo con los rocinantes.
En lo alto de una loma se observa la capilla sin techo en donde será colocada y adorada la imagen del Señor de Mapimí.
Entre historia y leyenda
El Señor de Mapimí está en Cuencamé... pero la gente de Jimulco cuenta que aquí se apareció. Desde hace un lustro, pobladores de los ejidos del Cañón y alrededores llevan a cabo esta celebración. Los de La Flor dicen que, hace seis años, un día como hoy (30 de agosto), una fotografía de la escultura original les fue obsequiada para colocarla en su capilla, que todavía está en construcción.
La joven peregrinación de Jimulco se circunscribe dentro del culto al Señor de Mapimí que se da en una gran parte de las comunidades rurales de La Laguna de Durango y parte de la de Coahuila. En el origen de la tradición se mezcla historia con leyenda.
Eduardo Guerra narra, muy brevemente, en su Historia de La Laguna, que una “espantosa invasión de indios bárbaros destruyó las fundaciones y sacrificó despiadadamente a multitud de pobladores españoles y criollos el año de 1715”.
Parte de la tradición oral acerca de este hecho histórico es recogida en la cuarta parte del libro Leyendas y Relatos de Durango Antiguo de Manuel Lozoya Cigarroa.
Para los primeros años del siglo XVIII, cuando el Real de Santiago de Mapimí ya contaba con una reputación de importante centro minero, la figura del Cristo Crucificado, acogida en el seno de la modesta capilla del poblado, gozaba ya de fama como imagen milagrosa en la región y el crucifijo era honrado y venerado por lugareños y foráneos, quienes comenzaron a llamarlo el Señor de Mapimí.
“No se sabe con exactitud la fecha en que el crucifijo llegó a Mapimí, tampoco se conoce el nombre de la persona que lo trajo y escuetamente dice la historia que la tarde del Jueves Santo del año 1715, un gran número de creyentes llevaba en andas, por las calles del pueblo, la imagen del Cristo (...).
“Intempestivamente cayó sobre los asistentes a la procesión y población entera una horda tumultuosa de los belicosos Cocoyomes y Tobosos, quienes profundamente lastimados porque habían sido despojados de sus tierras y dominios por la fuerza armada de los españoles, trataban a toda costa de aniquilar a los blancos”.
Se dice que en el ataque murieron asesinados 300 españoles, 300 criollos y alrededor de dos mil indios y mestizos. Casas y graneros fueron incendiados juntos con el templo. “Todo se acabó por la destrucción devastadora del fuego; sin embargo, la imagen del Señor de Mapimí quedó intacta (...)”.
Gente de poblados aledaños acudió a constatar lo que sucedía con el Cristo. Para ponerlo en resguardo de futuros ataques, decidieron enviarlo a la comunidad del Real de San Antonio de Cuencamé.
Medio siglo después, la población del reconstruido Real de Santiago de Mapimí fue azotada por una epidemia de cólera y en la desesperación, pidió que el milagroso Cristo volviera a su antigua morada. Los de Cuencamé estuvieron de acuerdo, a pesar del cariño que habían depositado en la figura.
Dice la tradición oral que cuando intentaron mover la escultura —que está hecha de pasta de caña, un material liviano—, se hizo “tan pesada que no hubo poder humano capaz de levantarlo”.
Luego, “con palancas de madera y otros recursos lo acercaron a la puerta del templo y el crucifijo creció tanto que no cupo en la puerta.
“Los comisionados de Mapimí, en su desesperación de recuperar la imagen, intentaron cortarlo con un serrote para sacarlo por partes y después unirlas, pero la escultura se hizo tan dura que parecía de acero y no hubo instrumento cortante para fraccionarla”.
Fue así como la gente se rindió y aceptó que el Señor de Mapimí se quedara en Cuencamé.
Existen versiones basadas en supuestos informes oficiales de la Alcaldía Ordinaria y Justicia Mayor de la Villa Real y Minas de Santiago de Mapimí de 1791, que hablan de la estancia del Señor de Mapimí en Jimulco, cuyo destino original era, luego del ataque de los indios, la Hacienda de Santa María de las Parras.
Cuentan que en Jimulco encontraron los portadores lugar seguro para guarecer al Cristo. Meses después fue hallado por unos soldados escolteros, quienes trasladaron la figura a Cuencamé, a donde llegó el seis de agosto de 1715. La leyenda y la historia cobran vida hoy en la naciente tradición de La Flor.
De la loma al Jimulquillo
Poco a poco, el campo de futbol se queda solo, la procesión se dirige ahora hacia la loma dominada en lo alto por la capilla inconclusa. Las carretas ascienden detrás de los que no dejan de danzar y se colocan alrededor. El tambor retumba incesante en las piedras. Desde arriba se contempla toda la ribera del Aguanaval y el caserío que da vida a La Flor. Éstos también son los dominios de la fe en el Señor de Mapimí.
La imagen es colocada por los hombres de morado en un altar de mármol extraído y trabajado en Sombreretillo del Alto, la comunidad situada del otro lado del río.
La gente toma su lugar en el interior del templo y mientras espera la llegada del cura párroco de Juan Eugenio, algunas personas, sobre todo mujeres, se acercan al altar para besar la imagen venerada.
Un anciano campesino se adelanta en su silla de ruedas y como no puede acercarse más, le llevan uno de los crucifijos, reproducciones en pequeño del original. Lo toma con sus manos ajadas y temblorosas, inclina con dificultad su cabeza y pega su moreno rostro al Cristo... y lo besa, luego se persigna y lo contempla con parsimonia.
Enrique Pimentel observa la escena. Es campesino originario de La Flor, tiene 46 años y ahora fue el elegido, junto con otras tres personas y sus respectivas esposas, para organizar la celebración. Se lamenta por no haber conseguido el dinero suficiente para techar la capilla. “Yo qué más quisiera, pero es mucho dinero, a ver si para el otro año... por lo pronto pusimos ai’ unas mantas”.
Y bajo la sombra de ellas, la danza sigue presente en la celebración y sirve de preámbulo a la misa. En la homilía, el cura consuma el sincretismo: “Ese Jesús de Nazareth que la Biblia nos menciona no es otro que el Señor de Mapimí... el Salvador, el que está aquí hoy con nosotros y al cual dedicamos esta danza, que es también una forma de oración”.
Fuera del templo se acomodan puestos de aguas frescas, golosinas y hasta de ropa. Concluye la misa y nuevamente el baile adereza la comida. Una lona hace sombra al punto donde los fieles acuden con su plato desechable a recibir su ración de reliquia: arroz, asado y sopita de fideo.
Una vez recuperadas las fuerzas, los Hermanos organizan una pequeña expedición al Jimulquillo, lugar exacto donde fue encontrado hace 289 años el Señor de Mapimí, antes de su traslado a Cuencamé. En el lugar se ha construido una pequeña ermita de concreto, muy cerca del punto donde, dicen, fue aparecido el Cristo Crucificado. “Ahí es, en ese madero”, señala uno de los hombres de morado apuntando debajo de un mezquite.
Los peregrinos llevan consigo una de las réplicas para colocarla en el interior de la ermita y le han pedido al cura que acuda para que bendiga el lugar. Un largo y agudo canto acardenchado dejan salir las gargantas de los hombres y mujeres que han ido hasta el lugar-origen de la nueva tradición. “Las gracias te vengo a dar / de haber llegado hasta aquí / hoy te vengo a saludar / ¡oh¡ Señor de Mapimí”.
El párroco de Juan Eugenio, Óscar Rodríguez, escucha con atención la alabanza. Luego explica que “la fe de los pobladores del Cañón de Jimulco ha sido tan grande que mediante la llegada de una imagen del Señor de Mapimí que se interpretó como aparición, se originó toda esta fiesta y que se erija un santuario que congrega a diversas comunidades”.
El cura comenta que la Iglesia debe “valorar esta expresión de la religiosidad popular que es muy rica en tradiciones, en costumbres y en espiritualidad... esta imagen ha venido a profundizar la fe de todas estas personas y hacerlos ver que Jesús está entre ellos”.
Una vez terminada la ceremonia, algunos se dirigen a las ruinas de lo que al parecer fue la misión jesuita de El Jimulquillo, a un lado del venero que surte a La Flor de agua y que con las extraordinarias lluvias del año encuentra un manantial abundante. La gente llena sus botes con el líquido que brota de la montaña. “Es milagroso”, se oye decir a unas señoras, “hay que llevarlo a la casa”.
De regreso en la capilla, el tambor persiste un su necio tum, tum, tum y a ese ritmo, los pies no cesan de azotar la superficie de la loma. Los peregrinos y lugareños se preparan para un día largo ya que por la noche todavía hay que velar la imagen del Señor de Mapimí y terminar con la celebración al amanecer del martes 31 de agosto.
El culto
Paulina del Moral realiza la tesis Peregrinos del Desierto: El Culto al Señor de Mapimí para la maestría de Antropología Social en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) de Chihuahua.
Asegura que dicho culto abarca una región muy extensa que no sólo se circunscribe a Coahuila y Durango. “Hay gente que incluso viene desde Estados Unidos, gente vinculada por nexos de parentesco con habitantes del cañón y con otras poblaciones de Durango”.
Del Moral comenta que los pueblos del desierto tienen una tradición regional muy vinculada a varios santos, ya que el territorio determina en cierta forma la unidad en torno a ciertos rituales. “En el caso del Señor de Mapimí, creo que se trata de una evocación de la figura del Cristo asociado a los pueblos mineros”.
Cita el caso de ciertos pueblos españoles en donde se da el culto al Cristo de Brugos, el cual es posible que fuera importado en tiempos de la Nueva España en las regiones del norte cuando fueron fundados los minerales y que encontraba su difusión a través de la ruta del Camino Real, una de las principales para transportar los productos extraídos de los yacimientos.
“Lo interesante a investigar es cómo tiene vigencia esta tradición, cómo en cada época se va reconfi-gurando y adquiriendo nuevos significados según las nuevas generaciones y cómo se ha ido reforzando”.
Paulina del Moral afirma que la peregrinación del 30 de agosto es una reproducción a escala de la que se efectúa del dos al seis de agosto que realizan los habitantes del Cañón de Jimulco hacia Cuencamé.