Hace 85 años, que se cumplirán el próximo dos de mayo, nací en la que, por entonces la llamaban La Ciudad de los Palacios, en un barrio singularizado porque en él vivían famosos toreros, pugilistas, actores y actrices.
Barrio en el que los contrastes sociales eran muy marcados: lo mismo se encontraba uno con eminentes médicos, hombres y mujeres de bien, que con vagos, malvivientes y meretrices.
Barrio orgulloso de su herencia hispana, demostrada en su arquitectura colonial. Vestigios de antiguo acueducto por cuyas venas corría el vital líquido, desde los manantiales de Chapultepec hasta la Fuente del Salto del Agua, monumento hasta la fecha conservado, del más puro estilo churrigueres co. Barrio enmarcado en sus extremos por los templos de El Niño Perdido y Belén de Mercedarios, con hermosos portales labrados en filigranas de piedra, remate esplendoroso en ambas cabeceras, de mi Barrio de Los Arcos de Belén.
Sus calles empedradas, surcadas por las vías de los tranvías, le daban un encanto provinciano.
Sobre rústicos anafres de lámina, crepitantes carbones en brasas, servían no sólo para la cocción de los cotidianos alimentos, sino también para calentar, el agua para el consabido baño sabatino y las planchas de fierro para asentar la ropa. La novedad: Los radios de galena y los fonógrafos. Eran los años veinte.
En el atardecer de mi vida, cuando mi sol va declinando a su ocaso dejando atrás un cielo arrebolado, cuando se presienten ya las penumbras de la noche, en mi mente se presenta un cuadro fascinante, en el que con trazos indelebles están delineados los rostros de todas aquellas personas que en el transcurso de los años han sido compañía y aliento en mi largo peregrinar. Toda esa gente que con generosidad me ha dado su amor y su amistad.
Están plasmados con rasgos indelebles los rostros de mis padres y de mis hermanos tan entrañables a mi cariño. Los semblantes amados de mi esposa y de mis hijos y los de tantos amigos, como tú que han hecho amable mi transitar por los senderos de la vida.
