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Rendiciones/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Ayer efectuó el Presidente de la República la rendición de cuentas a que lo obliga la Constitución. Y en la víspera confió a la periodista Ginger Thompson de The New York Times su rendición política, la aceptación de que no pudo y lo que es peor, no quiso, transformar el poder político que arrebató al PRI hace cuatro años y que ahora está resignado a devolver. Salvo las peripecias de cada ocasión, la apertura del Congreso y la presentación del informe se asemejan rutinariamente unas a otras, lo que conduce a su reiterada esterilidad. Se ha descartado ya la posibilidad de introducir en el formato de la ceremonia vespertina un guiño parlamentario, consistente en que el Ejecutivo al menos esté presente y escuche las posiciones de los grupos partidarios, que en el actual diseño se dirigen al Presidente en su ausencia. Fox estuvo de acuerdo, cuando fue candidato, en una modificación en tal sentido, que ni siquiera sugiere un debate entre el Jefe del Estado y los legisladores.

Y sin embargo, ya en la silla presidencial no ha convalidado aquella disposición, si no oferta. En consecuencia, quizá hoy lo pertinente será seguir el ejemplo de algunas entidades, donde por la rispidez de las relaciones entre el gobernador y la legislatura (o la población) o por sentido de la proporción, se ha reducido el protocolo del informe a un cada vez más sucinto acto de entrega de la documentación donde consta lo hecho por la administración.

Si bien el Presidente de la República ha reducido también las dimensiones de su mensaje y al iniciar su lectura deja en manos de la Mesa Directiva de la Cámara los anexos de su comunicación al Congreso, se puede todavía angostar la aparatosa ceremonia, ya que del informe propiamente dicho disponen los diputados y senadores y el público en general a través de diversos procedimientos.

Por ejemplo el documento ¿En dónde estamos y hacia dónde vamos?, que se publica por segunda vez y se difunde a los medios de comunicación es un útil y virtual anticipo del que lee el Presidente de la República. Se cumple así y mediante el resto de los dispositivos legales al efecto, el deber de rendir cuentas a las Cámaras y a la sociedad.

La otra rendición es lamentable. A lo largo de la entrevista con el diario neoyorquino campean el conformismo y la resignación, incompatibles con la necesidad política que debía colmar el primer Presidente de la República que no fue postulado por el partido político del autoritarismo, que era precisamente desmontarlo.

No se trata, como parece entender para disculparse, de destruir a nadie, algo que Fox no se propuso hacer. En buena hora que así haya sido. Pero en mala que no se enfrentara a factores del poder real como el corporativismo. Se escuda en su excusa favorita, el ¿yo por qué?, para negar que sea su responsabilidad “forzar cambios en la dirigencia de los sindicatos más grandes que sostienen el clientelismo del PRI”. En efecto, sería injerencismo inadmisible que el Gobierno propiciara sublevaciones contra los cacicazgos sindicales. Pero también lo es alentar y fortalecer a los caciques. Para probar que lo hace basta señalar su estrecha relación política con Elba Ester Gordillo, cuyo regreso al mando directo del SNTE fue propiciado por su vínculo con Los Pinos, como lo es también su decisión de partir en dos a la federación de sindicatos burocráticos. Pueden agregarse a esa estrategia de fortalecimiento del cacicazgo gremial las prebendas a los dirigentes petroleros, no obstante su confesada e impune corrupción y su cercanía con el líder del Congreso del Trabajo y los ferrocarrileros, Víctor Flores, cuya figura y cuya actuación encarnan las peores lacras del sindicalismo mexicano.

Por ese motivo, a Fox no le parecería que la causa democrática, que él mismo sintetizó en el lema: “Echar al PRI de Los Pinos”, quedara frustrada si en 2006 ese partido recuperara la Presidencia de la República. Si viviéramos en la normalidad democrática, su vaticinio formalista de que “El pueblo elegirá a quien crea que debe ser Presidente” sería enteramente admisible, por obvio. Pero al votar por Fox, los ciudadanos no sólo hicieron que mudara el partido en el poder, como ocurre en las democracias establecidas, sino que votaron contra la dominación del Estado a través de un partido que se valía de todos los medios para permanecer en el poder. Regresar a esa situación significaría, por lo tanto, no sólo perder unos comicios sino entrañaría también una derrota del esfuerzo democrático largamente ejercido por millones de mexicanos.

Tal desenlace de esta etapa de la historia mexicana sería atribuido a Fox, como se le asigna el enorme mérito, la hazaña de ganar la Presidencia desde la oposición.

Y es que se confirma cada día la convicción de que fue mucho mejor candidato que gobernante. Antes era un inconforme. Ahora nada lo decepciona. Está, dijo a Ginger Thompson “en paz y muy satisfecho”. No lo están, en cambio, sus gobernados. Las mediciones demoscópicas, que tanto importan al Presidente, muestran su desgaste, la disminución del asentimiento ciudadano. Las encuestas de los dos diarios que sistemáticamente calibran los niveles de aprobación a su tarea lo muestran en declive. El periódico Reforma establece que desde su punto más alto en los últimos dos años (64 por ciento de aprobación en junio de 2003) el Presidente no ha hecho más que descender, hasta 54 por ciento en la medición realizada en agosto. Para El Universal, el descenso fue de 60 a 58 por ciento.

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