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Rescatando amigos.../Hora Cero

Roberto Orozco Melo

Encontramos, por estas calles de Dios, a viejos amigos que nunca hemos olvidado, pero a los cuales, por desgracia, solamente vemos y saludamos de vez en cuando. La vida actual resulta más compleja que la de hace veinte años y también nosotros somos diferentes: adquirimos manías de eremita y una variopinta colección de actitudes egoístas que nos han vuelto flojos, retraídos, intolerantes y resistentes para retomar los sencillos gozos de las buenas y cordiales amistades.

“Oye... tanto tiempo sin vernos”, decimos al amigo que topamos por ahí. Y él nos responderá de igual manera: “Sí, qué gusto, ¿verdad? Necesitamos vernos más seguido”.

Pero allí la dejamos: luego nos despedimos con un “saludos por la casa”, sin concretar una próxima cita y seguimos en nuestro deambular con esa rara sensación de vieja pérdida, de gozoso encuentro y de nuevo extravío del amigo hallado, con quien nos hubiera gustado conversar más y despacio. Uno a otro nos dejamos marchar, porque la lengua se nos hizo de trapo cuando íbamos a proponer “los esperamos a cenar en la casa el viernes que entra” o “¿por qué no salimos con las señoras a echarnos unos taquitos hoy en la noche?” y es que ipso facto pensamos: “cenar, qué flojera”, “híjole, con lo aburrido que son éstos, ya no me acordaba”, “no, mejor no, ái muere”... Pero luego, un día cualquiera, ellos o nosotros logramos vencer a la rutina; entonces tomamos el teléfono y formalizamos un compromiso para cenar juntos, o para simplemente conversar mientras bebemos un café o una cerveza. Al hacerlo redescubrimos el mundo feliz lamentablemente perdido desde que dejamos de frecuentarnos.

Surgen al azar los recuerdos de los días enteros que pasamos juntos, de las aventuras compartidas en los viejos tiempos, de impactantes momentos llenados con penas y alegrías: los “¿se acuerdan de?...”, “no se nos olvida aquella vez que...”. Los cómo nos reímos con... cómo disfrutamos cuando... cuánto hemos añorado las vacaciones en familia... Conversando se les hace de noche y tanto que los meseros del figón donde estaban empiezan a voltear las sillas sobre las mesas para indicar que llegó el tiempo de pagar el consumo e irnos; pero no hacemos caso, pedimos las del estribo y cuando de plano nos dicen, con pena, que ahora sí debemos salir porque el negocio cerrará sus puertas, nos levantamos comprensivos y joviales, pagamos la cuenta, salimos a la calle y caminamos despacio, conversando los mismos temas y sin ganas de llegar al estacionamiento para abordar los automóviles...

¿Vamos a la casa?, proponen nuestros amigos. ¡Vamos! acatamos jubilosos, felices de continuar aquella charla tan grata. Y en la casa de ellos se prolonga aquella feliz reunión hasta la madrugada... ¡Las tres de la mañana! dicen las damas al oír sonar el reloj de la abuela en el comedor. ¡Híjole! yo tengo un desayuno a las ocho. ¡Yo una junta a las ocho treinta! repiten los caballeros. Al despedirse, ambos matrimonios se abrazan con amistad, se miran mutuamente serios y sonrientes, señalan hacia el sitio del corazón y convienen: ¿Lo repetimos dentro de una semana? ¡Hecho, de hoy en ocho!... Cuando estas dos parejas llegan a sus respectivas casas y se quedan a solas siguen los comentarios: “Oye viejo, ¿no se te hizo muy maltratada la comadre?”, él responde: “Sí, claro, bueno, es que los años no pasan en balde”. Y la otra pareja dice, más o menos, lo mismo: “Vi muy fregateados a nuestros amigos”. Y el marido pregunta: ¿Son mayores o menores que nosotros?...

Se acordarán los cuatro que los cuatro tienen la misma edad; que ellos han pasado situaciones más difíciles que sus amigos, quienes siempre les tendieron la mano; que la vida es un continuo discurrir y que basta con que cada cual se mire al espejo para darse cuenta de que lo importante no es cómo se ven, sino cómo se sienten. Caerán en cuenta de que nadie puede criticar a sus prójimos sin condenarse a sí mismo, sobre todo en los tiempos que corren, tan difíciles, azarosos y llenos de tentaciones y trampas insalvables.

En sendos lechos, más tarde este par de parejas convocan al sueño reparador mientras hablan de lo a gusto que estuvieron, de lo simpáticos que son sus amigos, de cómo a él no se le ha subido el éxito y de cómo ella sigue siendo la misma de toda la vida. ¡Qué bueno que los invitamos! ¡Qué bueno que nos invitaron! Realmente estuvimos muy felices. De cuántos ratos felices se pierde la gente por flojera, adicción a la rutina, o por esa demoledora claustrofilia que de pronto se apodera de los matrimonios y pone peros a cualquier alteración de la rutina, a salir del hogar, a ir al cine, a cenar fuera, a jugar cartas con los amigos, a simplemente charlar, cambiar impresiones, hacer recuerdos, revivir momentos felices. No sabemos todo lo que perdemos cuando preferimos encerrarnos en nuestras casas, solos, a mascullar monosílabos y a deteriorar nuestra relación de pareja viendo en silencio los insulsos programas de la televisión.

¿No les gustaría reencontrar la felicidad de otros tiempos? Es muy sencillo: recurran a sus amigos, de ayer y de siempre y rescátense unos a otros. Vivan la vida...

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