Al igual que el personaje interpretado por Kevin Costner en Danza con Lobos, no puedo evitar sentir una doble lealtad, en mi caso, hacia las dos ciudades a las que más afecto les he tenido en mi vida: Saltillo y Torrreón. La primera, porque la familia materna de mi padre fue originaria y vecina de ella desde su fundación, y la segunda, porque es el lugar en el que yo nací y crecí.
La ciudad de Saltillo, fundada por don Alberto del Canto surgió como un asentamiento colonial en el último tercio del Siglo XVI y en gran medida sus valores sociales ?vigentes hasta hace no mucho, quizá todavía? se remontan a aquellas épocas. Al igual que en otras ciudades antiguas como México, Puebla, Guadalajara, Durango, San Luis Potosí, a la ?calidad? del linaje se le atribuían los orgullos o deshonras de una familia entera. La limpieza de sangre, la blancura de la hispanidad, la hidalguía heredada como descendientes de conquistadores, pobladores o pacificadores eran cosas deseables y prestigiosas que hacían toda la diferencia del mundo entre las familias y entre los individuos. La villa de Santiago del Saltillo y el pueblo de San Esteban de la Nueva Tlaxcala existieron durante doscientos años bajo el antiguo régimen, en el cual la desigualdad social ?nobles o plebeyos? era la norma. Tras la independencia, las viejas familias saltillenses continuaron gozando de prestigio social. No es de extrañar que situados culturalmente en la valoración del abolengo del linaje, los saltillenses pensaran que los torreonenses de la primera mitad del Siglo XX éramos ?arrieros?, arribistas, ignorantes, ?nuevos ricos?, ?manirrotos? y ?excéntricos?.
En gran medida, los saltillenses de principios del Siglo XX se contemplaban a sí mismos ?de una manera un tanto narcisista? como provenientes de rancias familias de tradición y abolengo, a la vez que pensaban a la capital de Coahuila como ?La Atenas del Norte?. La identidad saltillense tenía hondas raíces en la sangre y la cultura del lugar (cultura normalista) factores que consideraban y valoraban muy por encima de los que podían poseer los ?advenedizos torreonenses de dudosa procedencia y basta ignorancia?.
Un tercer factor que conformó la mentalidad saltillense fue su estatus de capital del Estado de Coahuila. Fuera de Saltillo todo parecía ser Cuauhtitlán, o peor aún, todo debería parecerlo. Eso les proporcionó a los saltillenses un íntimo sentimiento de superioridad y un acceso legal y seguro a los haberes del Estado a la vez que generaba entre los torreonenses sentimientos, no de envidia, sino de temor al despojo de la propia riqueza.
Para sus habitantes, Torreón es una ciudad que se hizo a sí misma a base de trabajo y esfuerzo. Nunca tuvo necesidad de ser capital estatal para contar con una economía dinámica y fuerte. A diferencia de lo que pasó en Saltillo, donde prácticamente las mismas familias tuvieron que emparentar durante siglos, los pobladores de Torreón llegaron desde muchos lugares de México y del extranjero. En su inmensa mayoría, la gente que llegaba ni siquiera tenía conciencia de las realidades ni de las nociones comprendidas en los términos ?limpieza de sangre? o ?abolengo?. Sólo unas cuantas familias procedían de la nobleza de la sangre, principalmente la familia Eppen von Aschenborn, de vieja prosapia prusiana y polaca, y unas cuantas más. El común de la gente venía de México, de España, de Alemania, de Estados Unidos, Inglaterra, del viejo Imperio Turco, de Francia y de China. La identidad torreonense no podía surgir de la religión (había varias) ni de la raza, ni de la nacionalidad. La identidad lagunera surgió del trabajo en común, de la meta en común, del negocio en común. La generación de la riqueza como tarea común resultó ser el factor aglutinante. Por esto, los lemas de identidad que escuchamos en la actualidad están en plural o colectivo: Torreón es la ?ciudad de los grandes esfuerzos? donde ?vencimos al desierto?. Somos ?guerreros? como lo proclama nuestro equipo del Santos. Efectivamente, el principal motor para la inmigración lo constituyó la percepción de que La Laguna era una tierra de oportunidades donde se podía mejorar la calidad de vida. Los viejos apriori coloniales no funcionaron en Torreón. Esta ciudad nació capitalista, cosmopolita, dinámica y muy pragmática. Su tiempo no lo marcó el reloj de una vetusta catedral, sino los silbatos de los trenes y de las fábricas. En Torreón, como en muchos otros lugares nuevos de los Estados Unidos, surgió una ?aristocracia del dinero? que nada tenía que ver con los linajes. Si en Saltillo la burocracia capitalina y cortesana ?Estatal y Municipal? era la que dominaba y regía la vida cotidiana, en Torreón, que tenía una burocracia de categoría apenas municipal, fueron los empresarios quienes dinamizaron y tomaron las riendas del poder real. La cultura que hubo en Torreón en un principio no era la de las escuelas normalistas, sino la más utilitaria de las escuelas comerciales. Los torreonenses no querían imaginarse a sí mismos como hombres cultos ni linajudos, sino como hombres ricos y poderosos. La generación de riqueza en Torreón alcanzó dimensiones nunca antes vistas en Coahuila, e impactó la economía de todo el Estado por la vía de la tributación.
No podemos juzgar a los torreonenses con el cristal con que se miran los saltillenses, ni viceversa. Tanto Saltillo como Torreón son comunidades diferentes, surgidas en épocas diferentes, en lugares diferentes, con contextos históricos y culturas tan específicos como diversos. Sería muy poco sabio que una comunidad se escudase en su capitalidad o en su éxito económico para considerarse con derecho a imponer a otra sus propios criterios sobre lo deseable e indeseable, lo correcto o lo incorrecto. Después de todo, cualquier cultura tiene derecho a ser respetada, a existir según su propia lógica.