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Seguridad nacional

Miguel Ángel Granados Chapa

Hacia noviembre pasado, funcionarios de Pemex fueron recibidos en Washington por personal de inteligencia de Estados Unidos. Satisficieron por primera vez una antigua y reiterada exigencia norteamericana, la de contar con los planos de la ingeniería de seguridad de las instalaciones petroleras mexicanas. Una detallada descripción de los sistemas de prevención de riesgos fue dada a conocer a la parte norteamericana, como parte de la estrategia norteamericana de incluir en sus programas de seguridad nacional un abasto garantizado de energéticos. La posición de cada una de las partes da idea de cuánto espera Washington y cuánto está el Gobierno de México dispuesto a ceder, en aras de una cooperación que por la asimetría entre las dos naciones resulta desventajosa para nuestro país.

En ese marco de desigualdad se inscriben los programas y las medidas sobre seguridad aérea que se intensificaron en la quincena reciente. Es verdad que el examen escrupuloso de equipajes y pasajeros en aeronaves mexicanas protege la integridad y la vida de nuestros nacionales a bordo, pero no hay reciprocidad, y los vuelos originados en Estados Unidos con destino mexicano no son objeto del mismo tratamiento. Fueron necesidades de la seguridad nacional norteamericana las que llevaron a nuestro país al nivel III del plan de contingencia, equivalente a la alerta naranja, no nuestras propias necesidades en la materia.

La asimetría es inevitable. El riesgo norteamericano es mayor que el mexicano.

Fueron blancos situados en aquel país —la Torres gemelas del World Trade Center y el Pentágono— los que, al ser atacados, causaron la actual sicosis norteamericana. Y son del mismo origen los factores que provocan la eventual reactivación del peligro, como son las inacabadas invasiones a Afganistán e Irak. Es comprensible que Estados Unidos procure tender en torno suyo un cerco protector e involucre en él a nuestro país. El Gobierno de México no podría, en ningún sentido, regatear al de Estados Unidos cooperación que contribuya a garantizar su seguridad. Pero esa cooperación debería ser precedida de un análisis minucioso de todo el entorno, y no debería ser aplicada de manera mecánica, con cargo a recursos del escuálido presupuesto federal de egresos.

La decisión mexicana de unirse a las medidas de seguridad norteamericana debe distinguir entre los riesgos reales, detectables por los sistemas nacionales e internacionales de inteligencia, y los que resultan de un manejo político de la situación.

Una de las tesis de Michael Moore, el documentalista laureado el año pasado con el Oscar por su película sobre la matanza en Columbine, y autor de críticas obras sobre la realidad norteamericana, se refiere a la creación y difusión deliberada del miedo como instrumento de dominación. A través de diversos mecanismos se busca instalar el temor en el ánimo de la sociedad norteamericana, ya a cierto tipo de alimentos, ya respecto de amenazas políticas de cambiante origen.

Esa manipulación genérica, documentable con claridad, se completa en la actual coyuntura por la estrategia electoral del presidente Bush. Mantener en vilo a los votantes, evitar que cese la tensión en la sociedad norteamericana es un activo político del actual huésped de la Casa Blanca. Hay una relación directamente proporcional entre su popularidad y las preferencias electorales en su favor, y la sensación de riesgo y aun de pánico que circule entre los ciudadanos. Una población menos tensa estará menos dispuesta a refrendar en noviembre próximo su mandato al ex gobernador de Texas. De modo que está en su interés mantener y aun acrecentar la crispación de los ánimos respecto de los terroristas.

La naturaleza y extensión del programa US Visitor, puesto en operación anteayer lunes, ofrece una indicación clara de que más que la eficacia preventiva, el Gobierno de Bush —la actuación de su amigo el ex gobernador Tom Ridge, a cargo ahora de la seguridad interna— busca la espectacularidad. No es un programa eficaz, por varias razones. Una es que se aplica sólo a los ingresos a Estados Unidos por aire y mar, y deja desguarnecidas las fronteras con Canadá y México. Se prevé su establecimiento en los puntos de cruce terrestre, pero no a corto plazo, lo cual constituye una invitación a presuntos atacantes para que se apresuren a entrar por tierra y se mantengan en espera de la ocasión adecuada para actuar.

Otra razón de la ineficacia del mecanismo de registro de los turistas —que es al mismo tiempo una grosera e inaceptable división entre países confiables y países que no lo son- es la multitud de sus excepciones. Se aplica a los súbditos y ciudadanos de unos ciento cincuenta países, pero no a los de 27 naciones, sobre todo de Europa y el sudeste asiático. Entre estos últimos se encuentra Singapur. Pero no todos los viajeros procedentes de esa península artificial —le evita ser una isla el viaducto que la une a Malasia— son atildadas y productivas “personas de negocios” como ahora se dice. Han anidado allí grupos terroristas que pueden aprovechar la carta blanca que les otorga la arbitrariedad que presidió el diseño de estas medidas.

Y en cuanto al costo de la seguridad norteamericana, Washington debe recordar que cuando le importó combatir el narcotráfico, en su carácter de principal afectado por el consumo de drogas, invirtió en apoyos externos para lograrlo. ¿Por qué México debe gastar dinero que no tiene en medidas que interesan más que nadie a EU?

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