Hace poco la Cineteca Nacional exhumó una sexagenaria película —que no resistió el paso del tiempo— titulada “Arsénico y encaje”, en que dos simpáticas viejecitas cometen doce asesinatos piadosos. Con un potaje de estricnina, cianuro y arsénico anticipan la muerte indolora a ancianos solitarios que de todos modos perecerían pronto. Las estimables damas enterraban los cadáveres en el sótano de su casa, muy próxima a un cementerio en Nueva York.
Igual número de cadáveres, también inhumados en un domicilio particular, fueron hallados por la Procuraduría General de la República en una casa de la colonia Las Acacias, en Ciudad Juárez, hace quince días, el 23 de enero. Sus asesinos no procedieron impulsados por propósitos humanitarios. Las víctimas, según se ha establecido, eran “pasadores” que se pasaron de listos. Es decir, transportaban pequeñas cargas de cocaína de México a Estados Unidos. Pero un mal día, en diciembre pasado, pretendieron quedarse con la droga. Fingieron haberla perdido y pagaron caro su engaño. Muy pronto, el 22 de ese mes, fueron “levantados” y asesinados.
Todo ello comenzó a saberse el 15 de enero, cuando la DEA detuvo en El Paso a un “pasador” de droga, Humberto Santillán Tabares, en cuya casa de seguridad en Juárez entró la PGR una semana después. Bajo la tierra del patio, recientemente removida los agentes federales encontraron ese primer día, viernes, dos cadáveres en una fosa improvisada, un tercero el sábado, otro más el domingo y siete más el lunes: doce cuerpos en total, en seis fosas, inmediatamente llamadas narcofosas.
La búsqueda de cadáveres se extendió a otros domicilios. La casa más recientemente identificada como posible cementerio particular quizá pertenece a un célebre narcotraficante, Juan José Esparragosa Moreno, apodado “El Azul”. En ella buscan nuevas narcofosas los agentes federales a partir del martes pasado. Hasta ahora no han encontrado cuerpos clandestinamente enterrados. Pero en el jardín de la casa, que en total mide dos mil metros cuadrados hallaron una estatua de mármol de San Judas Tadeo, uno de los doce apóstoles de Cristo, considerado en el santoral como “patrón de las causas desesperadas y las dificultades” y a quien se encomienda el hampa pequeña antes de practicar sus truhanerías.
Un detalle así de trivial podría hacer que esbozara una sonrisa quien se burle de la narcocultura, tan a menudo kitsch. Pero el asunto nada tiene de risible ni de banal. La PGR estableció ya que los doce “pasadores” castigados en diciembre con la muerte fueron asesinados por agentes de la Policía Judicial del Estado, a cuya cabeza actuaba un comandante de ese cuerpo, Miguel Ángel Loya Gallegos. Con parsimonia causante de impunidad, la PGR solicitó a la procuraduría local, el jueves 29 de enero, que pusiera a su disposición al comandante. Pero desde el lunes anterior, el mismo día del hallazgo del mayor número de cadáveres, Loya Gallegos había dejado de presentarse a su oficina. Dos semanas después de la identificación de las narcofosas, sigue sin ser detenido.
Las autoridades chihuahuenses trataron de minimizar el tamaño del grave acontecimiento. El subprocurador de la zona norte de Chihuahua, Óscar Valdés Reyes, lo calificó de sólo un “incidente”. Pero según avanza la investigación federal queda claro que se trata de mucho más de eso. Dos de los domicilios cateados figuran como propiedad de los padres de sendos agentes, cuya prosperidad no puede tener otra fuente que la del apoyo al narcotráfico en uno de los peores eslabones de la cadena delictuosa, donde se ejecuta a los enemigos o a los traidores.
La criminalidad adosada al tráfico de drogas se practica mediante brigadas de matarifes. Algunas, como “Los Zetas” que actúa en Tamaulipas, están compuesta por ex militares que ponen sus destrezas al servicio de las narcobandas. En Chihuahua la corrupción ha ido más lejos, al convertir a los agentes judiciales en sicarios. Algunos de ellos, de tiempo atrás, se habían adentrado en ese mundo como simples guardianes de plantíos.
En noviembre de 1984 fue “descubierto” un enorme plantío de marihuana en el rancho El Búfalo, propiedad de Rafael Caro Quintero, que meses después sería capturado. Puse entre comillas “descubierto” porque todo el mundo sabía de su existencia y de sus actividades. Lo sabían los agentes federales, miembros del Ejército y la Policía Judicial del Estado, a cuyo destacamento en Delicias pertenecía el agente Jesús José Solís Silva. Sólo cuando el agente norteamericano Enrique Camarena denunció el rancho —una de las razones de que poco más tarde cruelmente se le privara de la vida— las autoridades mexicanas se “enteraron” de su existencia. El agente Solís Silva no resintió entorpecimiento alguno en su carrera, que hace exactamente dos años se coronó como procurador estatal.
No era un secreto para nadie el trayecto atrabiliario de Solís Silva, ya que habían sido documentados 27 casos de abuso cometidos por él, en el estéril afán de hacer recapacitar al gobernador Patricio Martínez, que entonces lo designó procurador. Se sabe que poco después del nombramiento el Gobernador recibió advertencias desde importantes oficinas del Gobierno Federal sobre la conducta de su colaborador. Las pasó por alto Martínez, como parece dispuesto a soslayar la gravísima complicidad de los agentes judiciales con el narcotráfico. Si Solís Silva ignoraba los pasos de Loya Gallegos, pasará por indolente. Pero es peor si conocía esos pasos.