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Sobreaviso/¿Cuánta sangre?

René Delgado

¿Cuánta sangre? ¿Cuál es el cálculo de Vicente Fox, Santiago Creel y Andrés Manuel López Obrador en relación con el derramamiento de sangre que podría provocar el pleito que protagonizan y que, jubilosamente, escalan de más en más? Es terrible la pregunta, puede parecer exagerada pero es ineludible.

El extremo al que han llevado ese pleito obliga a considerar ese escenario. Los servicios de seguridad pública federal, así como los de inteligencia y de seguridad nacional, encabezados por Martín Huerta y Eduardo Medina Mora, tienen que haber informado ya al jefe del Ejecutivo en relación con ese escenario, aquél donde la sangre ya no resulte una palabra ajena al oído de los poderosos y en el que, de seguir como va el problema, tendrán que tomar decisiones muy fuertes si, finalmente, ese pleito se derrama a las calles.

Reiteradamente, de buena y de mala manera, inteligente y torpemente se ha hecho sentir a la élite política que su desencuentro ha polarizado brutalmente la atmósfera y se ha filtrado hacia distintos sectores de la población. Ningún miembro de la clase política desconoce ese hecho y entonces, no puede ignorar que la violencia llama a la puerta. ¿En cuánta sangre se estima la cifra negra que puede arrojar la aventura en que se han embarcado?

*** Sólo un desarrollado sentido de la irresponsabilidad justificaría la creencia de que el pleito en las cumbres del poder se puede continuar allá arriba, sin que se trasmine hacia abajo.

Ese pleito se está trasminando y peor aún, está llegando a sus últimos asaltos. Aquéllos donde se tiene que definir el ganador y el derrotado. Aquéllos donde, de tanto abanicar el encono y el odio, se abre la compuerta de las pasiones que escapan al control de la élite política. Pasiones que, por su propia naturaleza, dejan de responder a razones y convicciones para dar lugar a los dogmas y los fundamentalismos.

Pasiones que, no por incontrolables, puede ignorar la élite política. Directo a esos últimos asaltos, se avanza en el pleito que terminará abrasando no sólo a los políticos.

De entrada, es innegable que el desencuentro político que el país vive desde el arranque mismo del año, ha sido todo un aliciente para los grupos políticos armados de derecha e izquierda que, sin duda, sienten contar ahora con la razón de su lado. La improductividad de la democracia, la inutilidad del diálogo, la falta de civilidad en las relaciones políticas, de seguro, los hacen acariciar sus pequeños arsenales y justificar la violencia como un recurso válido.

¿Para qué utilizar los canales institucionales de participación si, a fin de cuentas, no conducen a ningún lado y ni siquiera los respeta y utiliza la clase política? Las lecciones que, en ese sentido, viene impartiendo la élite política son toda una invitación a la violencia. Absurdamente, los profesionales de la política, que deberían desazolvar y cuidar esos canales, son los primeros en taponarlos y abandonarlos. Bajo esa lógica, si en breve aumentan los actos de violencia (todavía con un carácter propagandístico), la élite política no podrá poner cara de asombro. Quién sabe qué cara pondría pero no sería de asombro porque, en la superficie y en el fondo, ha sido ella misma la impulsora de la barbarie política.

De salida, es innegable que -desde el primero de septiembre- el Palacio de San Lázaro se ha convertido en el foro de las manifestaciones que rebasan con mucho la legítima expresión política.

En el vértigo de los sucesos, ya se olvidó que el primero de septiembre se estableció un virtual estado de sitio en el Congreso de la Unión. El increíble despliegue de fuerza pública que realizó el Poder Ejecutivo para rendir su Informe de Gobierno fue, dicho sin enredos, la toma del Palacio del San Lázaro. No hubo la dignidad necesaria por parte de los legisladores para denunciar lo que les había ocurrido: otro poder les tomó su Palacio. Y, desde ese día, quedó claro un asunto delicado: San Lázaro se puede tomar por fuera y por dentro porque, sin diálogo político efectivo, basta con aferrarse a la tribuna o al lugar de la presidencia de la Mesa Directiva para dar por tomado el foro.

Aquel día, aquel primero de septiembre, se dio un absurdo. No fue la presencia disuasoria de la Policía Federal Preventiva la que permitió la ceremonia del Informe de Gobierno, lo que permitió la realización de ese acto fue que las fuerzas sindicales actuaron con prudencia. Hicieron alarde propagandístico de la forma en que coparían el Palacio de San Lázaro pero, a la postre y en los hechos, mantuvieron prudente distancia de los efectivos de la Policía Federal Preventiva. Simple y sencillamente, no fueron al choque. Pero, ahí, se midieron fuerzas y se vio el tamaño de la crisis que se podría provocar. Una gran interrogante de ese día fue si, en verdad, el Poder Ejecutivo tomó o no la decisión de poner en acción, en caso necesario, a la fuerza pública. ¿Se tomó?

*** Desde aquella fecha, los servicios de inteligencia y seguridad pública tuvieron que -al menos, es de suponerse- comenzar a trabajar en los escenarios de violencia a los que, evidentemente, podría conducir el grado de confrontación que se registraba en la atmósfera política.

Absurdamente y a pesar de la lección que arrojaba lo ocurrido el día del Informe, dentro y fuera de San Lázaro, en vez de trabajar en escenarios de distensión, se intensificó el grado de confrontación.

A la toma que el Poder Ejecutivo realizó sobre el Poder Legislativo siguieron las dos tomas que los diputados locales y federales del perredismo hicieron de San Lázaro. Primero, los asambleístas del PRD irrumpieron en el salón plenario hasta interrumpir la sesión y tomar el foro; luego, dos días después, el coordinador de los diputados federales, Pablo Gómez, tomó con los suyos la tribuna.

Tres tomas de San Lázaro en menos de dos meses y aun así, se abanica el encono y el odio y se trabaja a favor de la ruptura política. En esas tres acciones quedó en evidencia la vulnerabilidad y la fragilidad del Poder Legislativo, cuya principal fortaleza -no podría ser otra- es la del parlamento, la del diálogo, la de la palabra.

Ya se vio, por muchos que sean los toletes y los escudos antimotines, la garantía para trabajar civilizadamente en San Lázaro no la proporciona la fuerza pública. San Lázaro es vulnerable por dentro y por fuera, si no reconoce en qué consiste su verdadera fortaleza. Con que un diputado se aferre a los micrófonos de la tribuna se viene abajo el Palacio donde se legisla. ¿Cuántos elementos de la Policía Federal Preventiva se requieren si los simpatizantes de Andrés Manuel López Obrador resuelven acompañarlo a San Lázaro el día del desafuero?

¿Ya decidió Andrés Manuel ir solo y exhortar a sus seguidores a dejar correr con normalidad la sesión, dentro y fuera de San Lázaro?

*** Si ya es una decisión tomada hacer a un lado el diálogo y el entendimiento político para culminar el pleito que se protagoniza a fuerza de desplantes y actos de fuerza, entonces, es obligado saber en cuánta sangre se calcula el costo.

No se puede seguir por el carril de la confrontación sin considerar que, de pronto, la violencia deje de ser una simple amenaza. Ese cálculo tiene que estar sobre la mesa de los Gobiernos federal y local, como también tiene que estar desplegado el esquema de los escenarios adonde se podría llegar. Martín Huerta y Eduardo Medina Mora ya tienen que estar aplicados en esa tarea y haber tomado la decisión de que no les temblará la mano si, en su caso, se les solicita hacer valer las razones de Estado que, sin duda, se tendrán que argumentar.

Ellos ya deben estar en ésas, como los asesores de Vicente Fox y Santiago Creel pergeñando el discurso de esas razones que siempre, invariablemente, dejan muy mal parados a sus autores. Y es que si bien hay un uso legítimo de la fuerza pública, también hay un abuso ilegítimo de esa fuerza, sobre todo, cuando no se acredita la causa legal que la ampara.

Si los videoescándalos, si el desacato, si la descentralización de la educación en el Distrito Federal y las encuestas de opinión pública les han dado la información correcta y aun así, se sigue en el carril de la confrontación, es evidente que el juicio de desafuero obligará a los servicios de seguridad pública y nacional a aplicarse a fondo, sin dudas y con enorme efectividad.

Y es que, del otro lado, tampoco se ve la prudencia. Del lado de Andrés Manuel López Obrador y de varias corrientes del perredismo es claro que no van a quedarse cruzados de brazos frente a lo que consideran la intención de eliminar, sin elección de por medio, a su más viable candidato presidencial.

Esos cálculos tiene que estar hechos. Y Santiago Creel, no como precandidato sino como responsable de la política interior, debe tener ya el borrador de un discurso muy difícil de pronunciar si, en caso dado, lo tiene que hacer.

*** Median ya muy pocos días para llegar a los asaltos finales de un pleito que le ha resultado muy costoso al país.

Varias instituciones se ven ya lastimadas por ese pleito. La procuración de justicia federal y local son un hazmerreír, por no decir, un hazmellorar. La administración de justicia federal y local están en el patíbulo de su descreimiento. El Poder Legislativo es la arena coliseo pero sin enlonado ni cuerdas. Y desde luego, el valor de la autoridad y la confianza en ella comienza a ser un muy vago recuerdo.

Quedan minúsculos resquicios para salir del carril de la confrontación y reconstruir los canales de participación política civilizada. Queda muy poco tiempo, además. Está ese minúsculo margen de maniobra para reconducir por otra vía el problema. Pero si Vicente Fox, Santiago Creel y Andrés Manuel López Obrador tomaron ya la decisión de seguir la confrontación hasta donde ésta llegue, entonces, obligado es que comiencen a estimar el costo en sangre que se puede provocar. ¿Ya tomaron la decisión? ¿Cuál es el cálculo? Si ya todo está decidido, ¿por qué no de una vez se instala la Comisión de la Verdad que indague los motivos del pleito que, en 2004, echó por la borda la transición democrática del país, abrió una nueva herida y provocó un colapso nacional?

Tal parece que Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría y Carlos Salinas de Gortari no hubieran dejado una negra memoria y una terrible enseñanza de cuando se abre la puerta a la violencia. ¿Cuánta sangre puede correr?

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