El peligro de convertir las urnas electorales en urnas fúnebres era la advertencia del Sobreaviso anterior. El filo de ese peligro se asomó: lo ocurrido al gobernador de Oaxaca, José Murat, es la evidencia. Cualquier conclusión que arroje la necesarísima investigación del caso, tiene de antemano un sello indeleble: la irresponsabilidad de la clase política que le está abriendo la puerta a la violencia y a la desestabilización. ¿Qué pretenden?
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La colección de desencuentros políticos acumulados durante los últimos años perfila claramente una situación peligrosa. La incapacidad y la mezquindad con que la clase política ha venido actuando arroja como resultado la vulneración de los espacios y canales institucionales para abrir y resolver los diferendos. Los partidos políticos no funcionan, el Gobierno tampoco, igual ocurre con el Congreso e, incluso, instituciones que habían logrado crear otros espacios -como la Comisión Nacional de Derechos Humanos y el Instituto Federal Electoral- han entrado en ese proceso de erosión política. Recuperar esos espacios y abrir otros, así no tengan un carácter formal, es menester. La irresponsabilidad de la élite política obliga a romper el monopolio justamente de la política para impedir que su mezquindad termine por llevar a la República a un problema que, por lo demás, la nación no se merece. En estas horas, algunos factores reales de poder, algunos organismos intermedios gremiales y civiles, así como algunas instituciones -destacadamente la Universidad Nacional- tendrían que convocar a reflexionar y actuar para retirar o, al menos, acotar a los políticos. Hacerles entender que esa herramienta no es exclusiva de ellos y mucho menos un bien patrimonial escriturado a ellos. Vista la irresponsabilidad de la élite política, es preciso exigirles que hagan política y eviten arrastrar al país a un juego donde ni siquiera ellos sacarían beneficios.
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Los mismos partidos han entrado en un proceso de autofagia. Ni el PRI ni el PRD han intentado ajustar su estructura y su foro para impedir que las diferentes corrientes que en ellos cohabitan encuentran solución a sus diferencias. Por el contrario, de la legítima lucha política interna han hecho un concurso de grupos tribales con tendencias caníbales. Un juego eliminatorio donde se reclama democracia e institucionalidad hacia fuera, pero se traduce en una lucha fratricida hacia dentro. La limpieza electoral que reclaman hacia fuera, son los fraudes que se recetan hacia dentro. Hablan de dientes para fuera para romperse los dientes hacia dentro.
Y, así, todo acuerdo interno que diera solidez a las posturas de los partidos, terminan siendo versiones que varían conforme a quien abra la boca. Del PAN, poco se puede decir. La dirección de Luis Felipe Bravo Mena es un ejercicio de pinball. Rebota de un lugar a otro, mientras él flota como un corcho y hace de su incapacidad política el mejor recurso para no ser tomado en cuenta. Como quiera, el panismo tendría que rescatar a su partido si piensa que todavía tiene alguna utilidad. Si los partidos insisten en limitar su juego a una simple lucha interna por su control y no asumen la responsabilidad que tienen con la sociedad; o si insisten en creer que el rol de la oposición se limita a resistir sin apoyar, será preciso reconocer que esos partidos no son útiles a la democracia sino a la desestabilización y, luego, al autoritarismo.
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Por su parte, el Gobierno Federal tiende también a perderse como un espacio importante para hacer política. No hay dirección y el deteriorado liderazgo mediático del jefe de Gobierno ahora ha sido delegado a la Primera Dama. No hay dirección, no hay decisiones y el espectáculo de la puntada, la contradicción y la ocurrencia no da más. La Primera Dama desmintiendo, con cariño y respeto, al Presidente del República en relación con sus aspiraciones es el colmo de una comedia que amenaza terminar en una tragedia política, si no es que matrimonial.
Eso es grave pero lo es más que, pese a la evidencia de la inoperancia del gabinete presidencial, el Mandatario practique una suerte de autismo o se aferre a preservar un equipo de trabajo que de equipo no tiene nada. Remueve sólo a quienes, en su opinión, lo meten en problemas con grupos o poderes con los que no quiere tener problemas. Así, si fracasan una y otra vez la Reforma Fiscal, la Reforma del Estado, la Reforma Energética, la Reforma Laboral o la de Telecomunicaciones, muy poco parece importarle al Mandatario. El Jefe del Ejecutivo no llama a cuenta a sus operadores y se da por satisfecho con decir que él hizo su parte, siendo que ni su parte está hecha y, luego, avienta la responsabilidad al Congreso.
El Gobierno ha hecho del recurso de la política, la pérdida de la principal herramienta para desarrollar, civilizado e institucional, un proyecto por limitado que éste sea. El Gobierno como los partidos han dejado de ser un espacio para encontrar solución a los problemas. Y, a pesar de esa realidad, la autocrítica se limita trimestralmente a llamarle la atención al gabinete. Eso es todo.
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El Congreso de la Unión es otro espacio perdido. Si ni los partidos ni el Gobierno tienen liderazgo, si no hay vasos comunicantes entre ellos, el parlamento se ha convertido en una arena donde cada grupo, no fracción, busca jugar sus propias cartas. El pleito al interior de la fracción parlamentaria del PRI es, quizá, el ejemplo más elocuente de la inutilidad que le supuso a ese partido recuperar un espacio considerable al interior de la Cámara de Diputados. No hay una, hay dos fracciones y, por consecuencia, no hay ninguna.
La mancuerna que integraron Madrazo y Gordillo para quedarse con el control del partido frente a los labastidistas duró sólo hasta el día en que lograron su objetivo, después ha sido un pleito constante que absurdamente ha revivido a políticos, como Emilio Chuayffet, marcados por el síndrome del fracaso repetido. Luego, está la fracción verde que vive a la sombra de la impunidad de su dirigente, el senador Jorge Emilio González. El gozne que esa formación representa se ha convertido en un negocio político y económico y, sin embargo, como la complicidad es sello de la actuación de la élite política, ninguna fuerza se toma en serio la necesidad de reivindicar a la política.
La fracción perredista baila tres piezas al mismo tiempo y, por consecuencia, sus movimientos se traducen en tropezones. Como hay una dirección del partido y como se han trazado una estrategia entre los Gobiernos estatales, entre las fracciones parlamentarias y con el partido, la fracción perredista baila al ritmo de los pleitos internos pero con la música de una vieja conducta oposicionista que evade reconocerse también como parte del Gobierno. La dislexia que sufre lo aniquila. Desde esa perspectiva, el Poder Legislativo en vez de ser un factor de equilibrio se ha convertido en un factor de desestabilización de la política y, teniendo por interlocutor a un Gobierno Federal que no sabe a dónde va, el movimiento que refleja es evidentemente errático y sin sentido.
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Una y otra vez se había advertido del peligro supuesto en la clausura de los espacios naturales para hacer política, a la élite sin embargo muy poco le importó. Jugaba a la irresponsabilidad y al oportunismo que medra con el fracaso o la eliminación del adversario. Hoy, ya es inocultable la erosión que la propia élite política fue provocando. El panorama que, ahora, se advierte obliga a salir a esa escena a los factores reales de poder, a los organismos intermedios gremiales y civiles y a aquellas instituciones que cuentan con capacidad de convocatoria y prestigio para plantearse qué hacer frente al fracaso de los políticos. Se trata de un ejercicio delicado para abrir nuevos espacios y recuperar aquéllos degradados o erosionados por la élite política.
Esperar que, de pronto, la élite política tenga un arrebato de lucidez o un momento de responsabilidad es una quimera. Diaria, cotidianamente se esmeran en descargar su responsabilidad, en provocar desencuentros y el país no puede esperar eso que a lo largo de tres años no ha ocurrido. De ahí que comenzar a pensar en la reserva política nacional no es algo descabellado. Si los políticos no quieren hacer política, no por ello se puede renunciar a reconocer a esa herramienta como la principal para evitar la violencia. Por eso la insistencia. Nomás falta que se quiera conmemorar el homicidio de Luis Donaldo provocando otro, olvidando que 1994 fue un año en extremo difícil para la República. Si la élite política ya olvidó lo que ocurrió hace diez años, hay quienes todavía tienen presente lo que fue capaz de hacer esa política. Es hora de comenzar a señalar que la política no es patrimonio exclusivo de los políticos, menos de los que ahora protagonizan uno de los peores capítulos de nuestra historia.