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Sobreaviso/La política como crimen

René Delgado

Es increíble. Cuanto más distintos pretenden ser de Carlos Salinas de Gortari, Vicente Fox y Andrés Manuel López Obrador más se parecen a él. El denominador que los vincula con el salinismo es el despropósito de degradar la política hasta emparentarla con el crimen, el engaño y la mentira. Si a Salinas lo marca el fraude electoral de 1988 y el contraste entre la apertura económica y la cerrazón política, a Fox y a López Obrador comienza a marcarlos el sello del fraude político de su respectiva administración y el descuido de la economía. Fenómenos ambos que, en vez de consolidar la democracia, la vulneran; que en vez de acelerar el desarrollo, lo frenan y que en vez de fortalecer el Estado de Derecho, lo debilitan.

A su modo y estilo, Fox y López Obrador están renunciando a la política que habían jurado desarrollar de un modo distinto al priismo y, así, están echando los cimientos para que el PRI regrese como si el pasado pudiera ser un destino. Es increíble que quienes se presentaron, desde perspectivas distintas, como una opción política y ofrecían ampliar el horizonte de la democracia, hoy simple y sencillamente degraden la política y la lleven al nivel de la barandilla.

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Curiosamente, la soledad y la desesperación que comparten Vicente Fox y Andrés Manuel los están llevando a tener reacciones que vulneran la capacidad de fortalecer el entendimiento político e, ineludiblemente, los aíslan todavía más. Y si bien eso es malo para cada uno de ellos, peor es para el país. La creciente degradación de la política presenta la elección de 2006, ya no con la dosis de esperanza supuesta en la idea de que lleguen otros al poder, sino con el deseo de que termine el mandato de quienes hoy ejercen el poder.

El brutal desencuentro que Vicente Fox y Andrés Manuel López Obrador tuvieron anteayer a causa del manejo que uno y otro han hecho del caso de Gustavo Ponce -el ex secretario de Finanzas del DF, que tenía por afición o adicción irse a jugar a Las Vegas- complica aún más la difícil situación por la que uno y otro atraviesan y, en esa medida, aleja la posibilidad de reivindicar la política como el arte de la negociación y el acuerdo. Andrés Manuel López Obrador no ha tenido la entereza política de reconocer la dimensión de la crisis en que lo coloca el que dos de sus principales colaboradores hayan incurrido en prácticas de todo punto censurables y Vicente Fox no ha tenido la entereza política de reconocer que, pese a boletines de más o de menos, no está acreditada la pulcritud con que varios de sus colaboradores se han conducido en la investigación del caso de Gustavo Ponce.

En ese esquema, que el jefe del Gobierno capitalino solicite una audiencia al Mandatario y éste lo remita al ministerio público por si quería presentar una denuncia, lleva el problema político al nivel de una crisis. En manos del ministerio público se deja un asunto de naturaleza política y, entonces, cada quién presenta pruebas en contra y en descargo y que un juez resuelva el desastre político por donde navega o flota el país. En esa lógica, la política es un crimen mientras no se demuestre lo contrario.

Lo impresionante del asunto es que las dos cabezas de los dos gobiernos más importantes de la República, el de la Federación y el de la capital del país, protagonizan un desencuentro que rompe la posibilidad de encontrar un arreglo al problema. El hecho de que las cabezas de esos gobiernos no entiendan el ejercicio de gobierno justamente como un trabajo de equipo, revela dos cosas: ninguno tiene equipo y, en esa medida, no crean instancias de arreglo a los problemas.

En la lógica en la que se encuentran, Fox está obligado a llevar la averiguación previa abierta con motivo de la presentación de documentos confidenciales hasta su última consecuencia y López Obrador está obligado a encarar las consecuencias. En el fondo, de muy poca importancia será quién resulte ser el ganador del litigio judicial porque, en los hechos, ambos resultan derrotados en el campo político.

Ni Fox logra convencer que el secretario Santiago Creel y el procurador Rafael Macedo de la Concha se han conducido con pulcritud en el manejo de la información y la investigación del ex secretario de Finanzas del DF, Gustavo Ponce, como tampoco López Obrador logra convencer de su vertical conducta al frente del Gobierno, siendo que varios de sus colaboradores están metidos en turbios negocios.

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Lo más grave de ese juego de popularidad y vanidad política en que Vicente Fox y Andrés Manuel López Obrador se han metido es que ambos hacen del escándalo la razón de ser de su existencia y, en esa idea, los grandes problemas que afectan al país y a la capital de la República pasan como asuntos que no merecen la atención de ellos, siendo que afectan directamente a la ciudadanía que dicen representar. En el plano nacional, el cuadro se muestra cada vez más delicado.

El país pierde competitividad. La inflación nulifica los aumentos salariales. El petróleo se exporta para importar gasolina que se roba u ordeña. Los energéticos que mueven la industria y la luz que ilumina los hogares se encarecen. Las remesas de los expulsados del país se contabilizan como ganancias domésticas. La oferta de empleos está muy lejos de satisfacer la demanda de trabajo. La economía informal e ilegal aumenta considerablemente su peso. El reclamo del respeto a los derechos humanos en el extranjero contrasta con el descuido de esos derechos en el ámbito nacional.

El peso de las pensiones asfixia a más de una institución. La captura de capos del narco no atempera la amenaza de la violencia de esa industria. Los empresarios califican de enanos a los políticos. En el plano de la capital, la deuda es una amenaza. La política social es un recurso que allega popularidad al mandatario en turno, pero hereda una bomba de tiempo. Las obras viales no responden a un concepto de ciudad.

La tolerancia cero profundiza la corrupción de los cuerpos policíacos, al tiempo que deteriora el respeto a los derechos humanos. Las obras de infraestructura urbana son un secreto que, quizá, ni siquiera exista. El acceso a la información y la transparencia son un engaño mal planteado. Y a pesar de ese cuadro, Vicente Fox y Andrés Manuel López Obrador hacen de los escándalos que los afectan el centro de su preocupación. En esa lógica, los grandes problemas sólo hay que atenderlos cuando hacen crisis.

Antes es una pérdida de tiempo. Delante de Fox y López Obrador están esas realidades. Sin embargo, ninguno de ellos se interesa por abrir un debate serio en torno a la compleja situación que afrontan. El tiempo lo concentran en la mutua descalificación, en la burla, en el deseo de ver resbalar al otro para contabilizar ese tropiezo como un acierto propio. Cuanto peor le vaya al otro mejor me va a mí, pareciera ser la filosofía de la conducta política.

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Si los tres primeros años del sexenio se fueron entre el período de gracia y el temor de la parálisis, los tres primeros meses de este año acusan la degradación de la política, la atonía de la economía y el debilitamiento del Estado de Derecho. Por más que se quiera justificar el inmovilismo en la velocidad a la que patinan los engranes del desarrollo económico y político, la realidad perfila un grado de descompostura que no alivian ni la promesa del cambio, ni la fuerza de la esperanza y mucho menos la idea de que el pasado tricolor es el arcoiris que se ve en el horizonte.

El año se está yendo en una interminable sucesión de escándalos. Abrió la temporada el embajador Dormimundo, Carlos Flores, que lo echaron del Gobierno sin decir cuál fue el resultado de la auditoría. Lo siguió la Primera Dama con la desmesurada y reiterada expresión de sus ambiciones hasta que el Financial Times atemperó su protagonismo. Continuó con el pleito sinfín entre Roberto Madrazo y Elba Esther Gordillo que encabezan sin dirigir a su partido. Siguió, entonces, la exhibición de las transas de Jorge “El Niño Verde” González y sus amigos que ni siquiera le hizo perderse una noche de discoteca.

Luego, el videoescándalo de los personajes del PRD desatado por El Señor de los Sobornos, Carlos Ahumada, donde Rosario Robles quiere aparecer como Caperucita Roja, siendo que se devoró a su partido. En ese punto, el gobernador José Murat logró distraer la secuencia de aquel escándalo protagonizando el suyo. Y, en medio de la continuación del escándalo de los videos, el gobernador Sergio Estrada Cajigal tuvo oportunidad de colocar el suyo al presentarse como inocente político que no sabía que su jefe de la Policía Judicial era, en realidad, el velador de la mafia. Un escándalo tras otro sin que la clase política le dé oportunidad al país de reflexionar si, en verdad, la subcultura priista es o no un destino manifiesto.

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Frente al espectáculo que ahora ofrecen Vicente Fox y Andrés Manuel López Obrador, de seguro, se frotan las manos Carlos Salinas de Gortari, Santiago Creel, Roberto Madrazo y todos cuantos ven en la degradación de la política, la oportunidad de ver crecer su ambición. El problema es que en esos pleitos están vulnerando la institucionalidad de la política, que está por verse si la logran reconducir por los canales de la participación civilizada. Lo que resulta increíble es que quienes se presentaron y se presentan como una opción, como una alternativa a la subcultura política del PRI marcada por la corrupción, la complicidad, el engaño y la mentira, sean justamente quienes la revivan y, en ese esfuerzo, dividan al país sin darle perspectiva a la República. Es increíble cuánto se parecen entre sí, quienes decían ser distintos.

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