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Sobreaviso/La salida

René Delgado

A cuatro años de la alternancia en el Poder Ejecutivo, se puede decir sin temeridad que el Gobierno de Vicente Fox terminó por confundir el cambio con la morralla. Al autoelogiar su gestión, el Gobierno presume absurdamente, no aquello que ha logrado provocar que suceda, sino aquello que ha evitado que ocurra. Y, sobra decirlo, no es lo mismo. Del prolongado periodo de gracia, de la amplitud de la curva de aprendizaje y del bono democrático que tanto se presumió, no queda nada. Y podría quedar menos que nada si, a cambio de todo ese tiempo invertido, se entregara parte de los frutos prometidos. Pero, a pesar del autoelogio del propio Gobierno sobre su gestión, los frutos no son los ofrecidos y los resultados están muy por debajo de la expectativa generada. Peor aún, se ve un país dividido y confrontado, deslizándose -como se apuntó hace, justamente, un año- del riesgo al peligro. A dos años de dejar la administración, es deseable que al menos se prepare y se gobierne la salida y se ponga el empeño en crear, al menos, mejores condiciones de Gobierno para aquel que suceda a Vicente Fox.

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En medio de su confusión y, a veces, de su evasión, una de las pocas cosas que el Gobierno ha cambiado es el significado de las palabras. Confunde popularidad con gobernabilidad, problema con oportunidad, parálisis con movimiento, alternancia con alternativa, monólogos con diálogo, autoritarismo con autoridad, peligro con riesgo..., morralla con cambio.

Desde el arranque del Gobierno, a pesar de la idea presidencial de que la alternancia era de terciopelo, los desafíos supuestos para la administración fueron evidentes. El presidente de la República, aislado por su partido, afectado por la negativa de la oposición para asumir su propia responsabilidad y tentado por la idea de rediseñar el Gobierno a partir de las coordinaciones generales que, finalmente, no funcionaron, incurrió en un grave error: fincar en su popularidad y sobreexposición el pivote de su actuación.

Más rápido que inmediatamente fue evidente que esa circunstancia estaba llevando al traste a la administración. Con todo y sus índices de popularidad, el mandatario no conseguía avasallar al Poder Legislativo, la sobreexposición provocaba resbalones y la falta de integración entre lo que fue el gabinete de Los Pinos y el gabinete tradicional fue todo un cortocircuito. Por la puerta de atrás de Los Pinos fueron saliendo los coordinadores y, por la puerta de enfrente de Los Pinos, nunca se vio un verdadero equipo de Gobierno. De a poco, los secretarios que venían del empresariado o de la intelectualidad fueron saliendo. La soledad del mandatario cada vez era mayor. Así, los grandes proyectos de la Presidencia de la República fueron fracasando uno a uno.

La búsqueda de la paz en Chiapas culminó con una caravana insurgente sin sentido. La reforma energética se transformó en tema de confrontación permanente. La Reforma Fiscal, en ejercicio anual frustrado. La Reforma Laboral y la de telecomunicaciones, en olvido. Al término de ese primer año, era evidente la necesidad de emprender tres acciones: redefinir las prioridades de Gobierno, replantear la relación entre partido y Gobierno, reorganizar y recomponer la integración del Gobierno. No hubo eso.

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El segundo año de Gobierno, el mandatario pareció reconsiderar su propio protagonismo. Dejó de verse aquel hombre echado pa’ delante pero ello no supuso el surgimiento de un hombre sentado, dispuesto a gobernar sobre la base de refinar la actuación política. La parálisis ya afectaba al Gobierno, sin embargo, el Presidente -en su propio lenguaje- decía no estar apanicado. Con todo, la situación política se deterioraba.

Los poderes Ejecutivo y Legislativo ponían en suerte un absurdo: practicar un presidencialismo sin Presidente. Y, en el 2002, el fracaso de la construcción del aeropuerto internacional en Texcoco fue el más claro signo de que el Gobierno estaba lejos de consolidarse. Nunca se tomó conciencia cabal del mensaje que dejó ese fracaso. Acción Nacional insistió en no asumirse como el partido en el Gobierno, las oposiciones priista y perredista siguieron practicando una política de viudas: vivir de la renta que les dejaba el error del adversario.

La suma cero marcaba la política. Y, aun así, el Gobierno no tuvo la inteligencia de replantearse la estrategia. La confrontación quedó como sello de la relación entre los poderes Ejecutivo y Legislativo. En ese año, el Gobierno tuvo como quiera algunos logros: el acceso a la información, el combate frontal a los capos del narcotráfico y cierto reposicionamiento en el plano internacional. Sin embargo, el revés sufrido en el Pemexgate y la aventura de explorar el pasado sin tomar en serio la decisión dejaron ver que se seguía disparando con escopeta en el Gobierno, sin fijar los objetivos precisos a los que se quería apuntar.

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Dos años se habían ido y, absurdamente, en 2003, el Gobierno hizo una nueva apuesta: conquistar la mayoría parlamentaria y sobre el supuesto del triunfo, entonces desplegar la acción del Gobierno. El eslogan de la campaña –“Quítale el freno al cambio”- era toda una filosofía para la cual, en caso de fracasar, no se diseñó una opción. El mandatario e incluso su esposa entraron a la escena electoral, cometiendo pifias increíbles.

La más absurda de ellas, ver al presidente de la República liarse en un absurdo intercambio de descalificaciones con el presidente estatal del PRI en el Edomex, Isidro Pastor. El mismo secretario de Gobernación se vio inserto en el juego: defendiendo el derecho de Vicente Fox a emitir mensajes por radio y televisión en plena temporada electoral para luego, en cuestión de horas, echarse pa’ tras.

Si la primera mitad del año se incurrió en ese error, la segunda mitad se incurrió en otro. El propio mandatario dio el banderazo de salida para sucederlo en la Presidencia de la República. Si la derrota en la elección intermedia reducía considerablemente el margen de maniobra del Gobierno, el precipitamiento de la sucesión presidencial redujo todavía más ese margen. A finales del año pasado, se tuvo la última oportunidad para sacar adelante la Reforma Fiscal y el fracaso no sólo vulneró a la reforma en sí, sino que terminó por descuadrar la relación del Ejecutivo con los partidos de oposición. La degradación política aumentaba y la precipitación de la sucesión presidencial comenzó a contaminar todo.

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El cuarto año de Gobierno no podía ser distinto al anterior. Hubo un solo proyecto de fondo que, aún hoy, no encuentra su destino: la Convención Nacional Hacendaria. Fuera de ese proyecto político, lo demás fue protagonismo, ambición y confrontación. La Primera Dama dio rienda suelta a su intención de perfilarse como sucesora presidencial, reduciendo el margen de maniobra de su esposo que, por lo demás, parecía alentar aquella intención. Acción Nacional en vez de frenar la precipitación la aceleró y a más de un cuadro de ese partido -militante, funcionario o representante- muy poco le importó el encallamiento del Gobierno. Lo importante era apuntarse en la lista y, así, hasta los miembros del gabinete neutralizaron su función gubernamental, a cambio de aparecer en las encuestas.

Luego, vendría el videoescándalo. El videoescándalo del “Niño Verde”, del cual quedó exonerado. El videoescándalo donde aparecieron cuadros del perredismo que, aún hoy, hunden a su partido. En este último, el Gobierno encontró la oportunidad de sacar raja política y, entonces, la confrontación pasó a establecer los términos de la relación entre el Gobierno Federal, el Gobierno local y el perredismo. Luego, vendría la oportunidad de alimentar esa confrontación a través del desafuero del jefe del Gobierno capitalino, a través de la reforma del artículo 122 constitucional y a través, ahora, del linchamiento de Tláhuac. Se dio el paso de la judicialización de la política a la politización de la justicia.

Volcados en la carrera sucesoria, interesados en la confrontación como un recurso para eliminar al adversario político, el fracaso del cuarto año de Gobierno no podía ser mayor.

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Hoy, en ésas se está. Con un país confrontado y dividido, incapaz incluso de acordar el presupuesto que ejercerá el año entrante. Es claro que, aun cuando le restan dos años al sexenio, la oportunidad de asegurar el destino de la transición a la democracia está en peligro. Del riesgo que el electorado resolvió tomar el dos de julio de 2000 para asegurar la transición y darle una oportunidad al país, se ha hecho un peligro. Y vista la precipitación electoral, lo que le resta al Gobierno es preparar su salida y preparar su salida no es otra cosa que dar las garantías necesarias para que la precipitación no se traduzca en desbordamiento y, de ser posible, crear las condiciones para que el siguiente Gobierno, cualquiera que éste sea, pueda eso: gobernar. Es una pena que el Gobierno haya confundido la morralla con el cambio, tema regresar al pasado que a diario invoca y, desde luego, se sienta más que satisfecho.

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