Visto que ahora el Gobierno se practica con el manual, el diccionario y la Ley en la mano, se entiende por qué la política y la diplomacia tienen tan poco espacio. A partir de esa nueva práctica, se entiende eso como también que se confundan los principios del Estado mexicano con las transas de un bribón, que se confunda la defensa universal de los derechos humanos por parte del Estado con la defensa personal de un presunto defraudador por parte del Gobierno, que se confunda la figura de un héroe con los desfiguros de un bandolero y, desde luego, que se confunda el nombre de Benito Juárez con el de Carlos Ahumada. Se entiende todo eso pero en modo alguno se justifica.
Da pena ajena el papelón que está haciendo el Gobierno mexicano dentro y fuera del país y el daño que le están provocando a la soberanía y el Estado de Derecho que dicen defender.
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Si antes de que el videoescándalo tuviera derrames más allá de las fronteras era penoso advertir una perversa operación política por parte del Gobierno Federal y su partido bajo el pretexto del combate a la corrupción de un puñado de perredistas, ahora es penoso advertir que en la pretendida defensa de principios y decisiones nacionales se asome el propósito de encubrir a un bandolero. El Gobierno Federal ha hecho un licuado con dos ingredientes que nunca debió mezclar: los principios nacionales y las transas de un bribón. Ese licuado no podía dar otro resultado que un batidillo. Motivos, verdaderos motivos para marcarle el alto al Gobierno de Fidel Castro en la descalificación del ejercicio de principios o la toma de decisiones nacionales hay y había muchos pero lo que no se podía hacer era confundir esos motivos con los apuros de un bandolero. El fusilamiento de jóvenes por pretender huir de Cuba, la existencia de presos políticos, el secuestro o la falta de libertades fundamentales o, si se quiere, la grosería de ridiculizar al presidente Vicente Fox divulgando aquella conversación telefónica privada con el comandante Fidel Castro bastaban para que México marcara ese alto.
Sin embargo, llevar al nivel del congelamiento la relación con Cuba por las andanzas de un presunto defraudador supuestamente extorsionado era y es inaceptable. Esa mezcla, ese batidillo deja muy mal parado al Gobierno mexicano dentro y fuera del país. Afuera vulnera los equilibrios que exige la región; adentro polariza aún más las posturas justo cuando se necesita un mínimo de cohesión. Peor operación política y diplomática no podía emprender el Gobierno mexicano.
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Si la grosera expresión del comandante Fidel Castro, hecha el primero de mayo, sobre el prestigio de la política exterior tanto irritó al Gobierno mexicano, lo conducente era responderla contundentemente pero en el carril en que aquélla se dio. Un simple pero duro pronunciamiento contestándole contundentemente al comandante hubiera sido suficiente y, si no, otros recursos eran pedirle explicaciones al embajador cubano o llamar a consulta a la embajadora mexicana. Aquel funcionario mexicano que haya influido en la decisión presidencial de “congelar” la relación con Cuba, le debe una explicación al Mandatario y a la nación. Una respuesta de ese carácter bastaba porque, en el fondo, no había porqué asombrarse ni ofenderse de más por el dicho de Fidel Castro. El propósito mexicano estaba cumplido y satisfecho: votar a favor de los derechos humanos en Cuba, en el organismo de Ginebra. El ejercicio de ese voto estaba dado (aunque, lamentablemente, anunciado por Estados Unidos) y era obvio que disgustaría al Gobierno de la isla. El exabrupto del comandante Fidel Castro era previsible y desde el momento en que se tomó la decisión de votar de ese modo, se tenía que asumir la consecuencia. Si el Gobierno mexicano piensa que jugar un rol dinámico y protagónico en los foros internacionales no tiene costos y consecuencias, entonces no debería jugarlo. Y si lo juega tiene que reconocer, dicho muy coloquial pero muy gráficamente, que el que se ríe se lleva y el que se lleva se aguanta.
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Si la respuesta mexicana fue desproporcionada, peor fue mezclarla con las andanzas y las declaraciones de Carlos Ahumada en Cuba. No está claro por qué Ahumada escogió Cuba para esconderse pero, desde el momento en que se supo eso, el Gobierno mexicano tenía que hacer una valoración política de lo que significaba. No se puede pretender hacer política o diplomacia, si no se entiende el carácter poliédrico de ambas actividades. La presencia de Ahumada en la isla le venía como anillo al dedo al Gobierno cubano: se hacía de una herramienta preciosa en una circunstancia difícil y, desde luego, iba a echar mano de ella como mejor le viniera. Si Santiago Creel o Luis Ernesto Derbez no advirtieron de ello al presidente Vicente Fox, incumplieron con su deber; si ni siquiera lo advirtieron, el Presidente debe pedirles su renuncia. No se podía desconectar el voto en Ginebra de la detención de Carlos Ahumada en Cuba y menos se podía desconocer el perfil psicológico de ese presunto delincuente. Desconectar primero esos dos factores y, luego, mezclarlos fue un error. Señalar que la decisión de congelar la relación con Cuba tiene tres motivos: uno, la deportación de Ahumada acompañada del señalamiento de la conspiración; dos, los pronunciamientos de Fidel Castro sobre la política exterior mexicana, y, tres, la supuesta injerencia de “agentes” cubanos en asuntos nacionales relacionados con Ahumada, francamente, fue una tontería. El Gobierno mexicano se mostró incapaz de separar los principios de una nación con las transas de un defraudador. O si hizo eso porque, en el fondo, en las transas políticas del defraudador están involucrados funcionarios federales, verdaderamente perdió la noción del límite de la perversión política.
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Hecho ese licuado y reconocido el batidillo, lo mejor era guardar cautela en vez de comenzar a dar tumbos en la postura asumida. No se puede, en un lapso de 48 horas, colocar una relación de Estados al borde la ruptura y, al día siguiente, pretender extender la mano. No se puede hacer eso y menos cuando se conoce el proceder de la contraparte. Si ya una vez el comandante Castro había ridiculizado al presidente Fox, no había por qué exponer de nuevo al Mandatario mexicano. Era claro que el Gobierno cubano tenía elementos para responder con fuerza al enfriamiento de la relación. Justamente, el comunicado de la cancillería cubana con que se deportó a Carlos Ahumada, lo decía con todas sus letras: tenemos información privilegiada, hubo conspiración en el proceder del Gobierno Federal frente al Gobierno capitalino y tenemos los nombres de los funcionarios federales. Desde entonces, el Gobierno cubano dejó ver no las cartas pero sí la mano que traía. El Gobierno mexicano no lo quiso ver o actuó con enorme ingenuidad, por decirlo de manera elegante. No tomó nota del mensaje de la cancillería cubana y estiró todavía más la liga y, de nuevo, dejó que el canciller cubano Felipe Pérez Roque pusiera en ridículo al secretario Santiago Creel, le diera algunas bofetadas al canciller Luis Ernesto Derbez y dejara a salvo, hecho del que tampoco se tomó nota, al presidente Vicente Fox.
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Por lo visto en la conferencia con que el jueves los secretarios de Gobernación y Relaciones Exteriores pretendieron responder a Felipe Pérez Roque, el canciller Derbez hizo una mucha mejor lectura de lo que ocurría que el secretario Creel. El político parecía Derbez y el economista parecía Creel. El canciller Derbez pudo articular su discurso dándole cierta argumentación, no el secretario Creel. El responsable de la política interior patinó y patinó sobre los mismos errores en que ya había incurrido y absurdamente, volvió a abrir el flanco: en vez de respuestas, lanzó una serie de preguntas al Gobierno cubano, que ojalá no se las responda. Algún asesor presidencial debió recomendar al jefe del Ejecutivo dejar en manos del canciller la conferencia de prensa y no exponer más al secretario de Gobernación. Hasta por razones emocionales, Creel no estaba en condiciones de argumentar con solidez una respuesta. No hubo esa recomendación y Creel salió a patinar de nuevo. La “injerencia” de los “agentes” cubanos fue el eje de su discurso, fincándola en varias vertientes. En una primera vertiente, argumentando que “los agentes” cubanos entraron al país con pasaporte diplomático. ¿En verdad, el secretario Creel no sabe por qué los cuadros del Partido Comunista Cubano viajan con pasaporte diplomático? Si no lo sabe, en vez de preguntárselo al Gobierno de Cuba, hubiera consultado a algún ex comunista mexicano. La respuesta es simple. Durante la guerra fría, Estados Unidos aprobó una legislación con la que se concedía la facultad de detener en su territorio y sin mayor formalidad a cualquier “agente” de una potencia enemiga. A partir de entonces y para darles inmunidad a sus cuadros, lo que era el bloque comunista les extendió pasaportes diplomáticos. Por eso viajan con pasaporte diplomático. A principios de los años sesenta, Cuba adoptó esa práctica. Nadie le explicó eso al secretario Creel. Pero si nadie se lo explicó, lo mejor era preguntar dentro y no fuera de casa. La segunda vertiente de su discurso es todavía más vulnerable. Utiliza la Ley de transparencia, no para reservarse datos de seguridad nacional, sino para ocultar una de dos cuestiones: o no tiene la información que justifique el argumento o, peor aún, el Gobierno incurrió en prácticas de espionaje no sobre los “agentes” cubanos sino sobre los dirigentes políticos nacionales.
Sea lo uno o lo otro, mejor era no insistir en ese argumento porque, francamente, es difícil creer que Creel salvó al país en secreto. Si a ese argumento se agregan las supuestas acciones de desestabilización, Creel hizo bien en recomendar actuar como se hizo, pero falta detener a los dirigentes políticos mexicanos que en esa lógica cometieron probablemente el delito de traición a la patria. Pensar que el responsable de la política interior juega con esos argumentos, lo descalifica entonces como el interlocutor político por excelencia del régimen. La tercera vertiente de su discurso tampoco lo deja muy bien parado. El secretario reitera que, desde el tres de abril, los “agentes” cubanos desarrollaron su actividad injerencista. Si es así, por qué no actuó con la prontitud y la urgencia que exigía la gravedad del asunto. Más de un mes se tardó el secretario Creel en tomar conciencia de la injerencia cubana en los asuntos nacionales. ¿Cómo explicar eso?
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Es hora de reflexionar de nuevo sobre el videoescándalo que, ahora, tiene a cuadro a Carlos Ahumada. Andrés Manuel López Obrador puede festejar el curso que ahora ha tomado ese asunto, pero tanto el Gobierno Federal como el capitalino deben tomar nota del terrible daño que le están haciendo al país dentro y más allá de sus fronteras.
Da pena ajena que un puñado de corruptos y un defraudador, así como algunos funcionarios federales y locales estén dispuestos a arrastrar al país de la manera en que lo están haciendo.
P. S. De acuerdo con el hallazgo idiomático del secretario Santiago Creel, que tuvo a bien revelarlo a la nación recurriendo públicamente a ese gran tratado que es el Diccionario de la lengua española, en nada debe molestarlo a él como tampoco al secretario Luis Ernesto Derbez que este Sobreaviso se intitule “Los agentes Creel y Derbez”.
Ambos obran con poder de otra persona que es Vicente Fox. Técnicamente es aplicable la acepción y políticamente se inscribe en el espíritu de rescatar la lengua muerta del macartismo que el agente Creel quiere reponer a como dé lugar.