Las mentes vulgares envilecen todo lo que no pueden comprender. Es natural en personas con un criterio acotado por sus prejuicios, el descalificar todo aquello que escapa a su voluntad o deseo, todo aquello que no corresponde a sus propios intereses.
El navegar por este mundo con una visión tan limitada es por igual, torpe y peligroso, sobre todo en momentos en que el mundo gira en la dirección de la democracia, de la apertura y transparencia y cuando la inteligencia, las ideas propositivas y el anhelo por escenarios incluyentes y tolerantes, reclaman un lugar preponderante en la actitud y quehacer de todos aquellos que cargan en sus espaldas, la altísima responsabilidad de la representación social.
Resulta preocupante que sean actores de primer nivel en la escena política nacional, los que demuestren en los hechos, disponer de cuadros teóricos de referencia personales francamente vulgares y más preocupante aún, que la sociedad los tenga que sufrir.
La marcha del domingo 27 no puede quedar reducida a una suerte de complot orquestado por grupos de ultraderecha o a la manipulación amarillista de “ciertos medios de comunicación”; no puede descalificarse la expresión ciudadana de hartazgo ante la corrupción e impunidad que cobijan y alimentan índices crecientes de inseguridad, como tampoco puede demeritarse un mensaje claro y contundente de amplios sectores de la sociedad, que cuestionan la capacidad de la clase política para ofrecer soluciones concretas a problemas específicos.
El no entender que la movilización de miles de mexicanos constituye un fuerte reclamo al Estado, independientemente del nivel y del color partidista, simplemente dejaría a la autoridad (cualquiera que ésta sea) en una categoría muy inferior a la que demanda un país como México que lucha por acceder con éxito a las vías de la modernidad política y económica.
Las voces dentro de las distintas esferas del poder público que hoy intentan desvirtuar el mensaje, endosarlo o simplemente eludirlo, están negando su propia naturaleza, que no es otra que la de servidores públicos, empleados del pueblo obligados por Ley a rendir cuentas y asegurar en los hechos que las demandas más sentidas de la población sean resueltas.
Queda entonces en la llamada sociedad civil, la misma que tomó las calles el domingo en el Distrito Federal y una docena más de ciudades en el país, el entender que los cambios en la visión y quehacer de nuestra clase política difícilmente se llevarán a cabo sin la presión ciudadana y que por lo tanto, resulta indispensable que el ejemplo del día 27 no quede como expresión única o aislada. Ya se dio el primer paso, pero faltan cientos más por dar.
Por lo pronto, el priista Enrique Jackson Ramírez, presidente del Senado de la República, asumió el compromiso de que el Congreso de la Unión dotará a los gobernantes de mejores leyes para que cumplan con su obligación de garantizar la seguridad de los ciudadanos y “no tengan pretexto ni justificación para no hacerlo”. En forma paralela, el secretario de Gobernación, Santiago Creel Miranda, informó que el Gobierno Federal anunciará hoy las primeras acciones tendientes a disminuir los índices de inseguridad pública y delincuencia.
Así de poderosa puede resultar la voz de la sociedad. Sólo falta que el impulso y la voluntad por asumir en los hechos una corresponsabilidad efectiva en el incipiente proceso democrático del país (y que se demostró en la marcha), encuentre los mecanismos para mantenerse lo que sea necesario.