Aún el país no se recupera del pavoroso espectáculo que los medios electrónicos pusieron en cada uno de los hogares mexicanos, apareciendo en las pantallas de la televisión los cuerpos quemados de dos seres humanos masacrados por vecinos de la delegación Tláhuac, ubicada al Sur del Distrito Federal. Todos sabemos, gracias a los comentarios y reportajes de la prensa, los lamentables acontecimientos que ahí se dieron. Lo que vino después es algo que debemos anotar en nuestro diario personal por que descubre como se teje la madeja cuando se pretende manipular los hechos con un sentido político culpándose los unos a los otros, tratando a cualquier costo de evadir la propia responsabilidad. Los inmolados eran policías de la Federal Preventiva, que en principio se dijo estaban cerca de una escuela porque investigaban el narcomenudeo y luego que no, que en realidad se encargaban de seguirles la pista a elementos subversivos. Lo cierto es que los habitantes del lugar percibieron una actitud sospechosa considerándolos robachicos.
¿Por qué no fueron rescatados de entre la chusma si hubo el tiempo suficiente? Es la pregunta que nos formulamos quienes vimos cómo, ya en estado groggy por las guantadas, eran acostados sobre las llamas de una improvisada pira, después de retenérseles durante varias horas. Hemos oído las declaraciones del secretario de Seguridad Pública Federal, Ramón Martín Huerta, quien aseguró que sus hombres se dedicaban a labores de investigación, añadiendo que los antimotines de la dependencia a su cargo no pudieron hacer nada por impedir el martirio, porque carecen de vehículos adecuados, no enviando helicópteros por el temor a que una piedra los derribara. Hace años que no escuchaba una explicación tan típicamente jalada de los cabellos. Si para aplacar una muchedumbre alterada, pues de eso se trata, los riesgos lo atemorizan, es factible que no sea la persona adecuada para el cargo que desempeña. Alguien debería darle las gracias mandándolo a su casa.
Otro desacierto declarativo es el del secretario Marcelo Ebrard, encargado de la seguridad en el Distrito Federal quien expuso que no acudió con la prestancia que requería el caso por que tuvo que reunir gente que debería acudir al rescate y el tiempo que se hacía para llegar al lugar, dada la distancia y el tránsito de vehículos. Lo increíble del asunto es que ni él se ha de creer esa pamplina. Lo más decente hubiera sido reconocer que si acudía se hubiera visto en la necesidad de tomar decisiones riesgosas. Era el temor de verse envuelto en una tragedia lo que le paralizó, en un zipizape entre amotinados y las fuerzas del orden. Lo que hubiera dado lugar a que arreciaran los ataques que desde algún tiempo se han soltado en lo que Andrés Manuel López Obrador a denominado un complot. Lo cierto es que había que hacer algo y no se hizo. Ese es el pecado de Ebrard. En pocos días veremos cuál es su penitencia. Lo siento por que el hombre, le cae bien a la gente. Tiene cara de gente decente.
-Digo decente, no eficiente-.
Lo cierto es que está aflorando una tenaz pugna entre el Gobierno Federal y el del Distrito Federal. La deja al descubierto la pifia de Andrés Manuel en una de sus conferencias de prensa matinales. Dijo no considerar el despido de su colaborador y a pregunta maliciosa de uno de los reporteros, de si el presidente de la República le pide que lo cese, contestó que ni así lo haría. Esto deja en claro la lucha encarnizada en que se han trabado ambos políticos. Pudo haber contestado que una vez que recibiera la petición presidencial actuaría, mientras tanto no haría comentario. Hay que decir, en su beneficio, que el presidente Vicente Fox, asevera que el responsable del linchamiento, acaecido en Tláhuac, es el Gobierno del Distrito Federal o sea López Obrador, agregando, cuyas autoridades ya han tolerado antes actos de la misma naturaleza. En fin, ésto me hace recordar el antiguo refrán que escuché hace años: tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando, que refiere una idéntica condición en dos personas. Ambos repiten, en una expresión tautológica, el pleito que su enojo les aconseja comportándose con el instinto atávico que lleva a los perros a enfrentarse recurrentemente con sus tradicionales enemigos, los gatos.