Fugas en el programa nuclear de Pakistán implican más que intercambios con Libia e Irán
Islamabad, PAKISTÁN.- El general Mirza Aslam Beg es un hombre elegante, de modales educados y hablar pausado, que responde al perfil académico que actualmente tiene. Antes pasó por todo el escalafón del Ejército de Pakistán, con resonado prestigio y condecoraciones, hasta convertirse en su jefe supremo entre los años 1988 y 1991, la época en la que se supone que alguien con acceso a los secretos del programa nuclear de Pakistán transfirió información altamente sensible a Irán y Libia. El máximo responsable de ese programa, el doctor Abdul Qadeer Khan, ha mencionado esta misma semana al general Beg como la persona que le autorizó y a la que informó sobre el traspaso de esa tecnología.
Khan reconoció ante los investigadores que, en efecto, esas transferencias habían ocurrido, pero siempre con el conocimiento de sus superiores en el momento en que se produjeron. El miércoles, el propio Khan reconocía en las pantallas de la televisión local que había pasado tecnología nuclear a Irán y Libia, y solicitaba clemencia al presidente Pervez Musharraf, al que exculpaba de toda responsabilidad en esa actividad. “Soy consciente de la importancia crucial del programa nuclear de Pakistán para nuestra seguridad nacional”, dijo el científico, quien pidió “profundas disculpas” durante su intervención televisada. Hasta ahí, la versión oficial sobre un episodio que ha causado una enorme preocupación internacional. Pero las dudas sobre las razones de fondo de esas transferencias y sobre la naturaleza misma del régimen paquistaní siguen vivas.
El general Beg pierde la calma cuando se le mencionan las acusaciones que se hacen contra él, las niega por completo y las atribuye a “una conspiración urdida por la Embajada de Estados Unidos”. El general Beg dirige desde su retiro, en 1992, una fundación que trata sobre asuntos de seguridad en el sur de Asia, una plataforma que le permite mantener contactos y visibilidad en la política de Pakistán.
Desde luego, la opinión del general Beg es que no hay que procesar ni a Khan, un héroe nacional aquí, ni a ninguno de sus colaboradores.
El general Beg opina que hay que distinguir entre Al Qaeda, que considera un fenómeno ajeno a los intereses del Islam, y los talibanes y otros grupos musulmanes radicales, de los que dice que “en apenas dos décadas han sido capaces de enfrentarse a las dos superpotencias del mundo”. Y afirma que la inestabilidad que, en estos momentos, conoce esta región y, potencialmente el mundo entero, responde a “una fuerza global de resistencia islámica que va desde Chechenia a Cachemira”.
La proliferación de esos grupos radicales en territorio paquistaní -creados en los años ochenta, con la financiación de EU para combatir a los soviéticos en Afganistán- y el hecho mismo de que ésta sea la única nación islámica en posesión de armas nucleares, pusieron a Pakistán en el centro de la atención mundial después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. ¿Hasta qué punto el extremismo islámico se ha hecho fuerte en Pakistán? ¿Con qué complicidades cuenta? ¿Qué posibilidades tiene de acceder, directa o indirectamente, al arsenal atómico paquistaní?
Las opiniones del general Beg pueden resultar reveladoras al respecto. Es más difícil saber si, además, son representativas. Según M. Ziauddin, director del periódico Dawn, el más vendido y respetado de Pakistán, “las posiciones del general Beg no representan a la mayoría del Ejército, representan al 100 por ciento del Ejército”.
Según este periodista, “el Ejército paquistaní no es ideológicamente islámico, se ha islamizado (...) como una fórmula para consolidar su poder”.
El general Shaukat Sultan, portavoz oficial de las Fuerzas Armadas, responde a la islamización del Ejército en estos términos: “Todo Ejército necesita una motivación, una causa por la que dar la vida. Nuestra motivación es la religión”. Eso no significa, añade, que el Ejército de Pakistán, integrado por más de medio millón de hombres, defienda un proyecto para todo el mundo islámico ni que apoye a organizaciones extremistas ni que tenga pretensiones expansionistas. “Éste es un Ejército”, asegura, “en el que Occidente y el mundo pueden confiar”.
El general Sultán dice también que las fuerzas armadas obedecen a quien todavía es su comandante en jefe, el general Musharraf, y que las decisiones tomadas por éste en relación con el apoyo a EU tras el 11-S, el combate a los grupos extremistas, la investigación sobre la proliferación nuclear o las relaciones con India fueron discutidas y aprobadas por el conjunto de las Fuerzas Armadas.
Musharraf es el centro de todos los debates hoy por hoy en Pakistán. “La principal garantía de estabilidad”, si el que opina es un diplomático occidental, o “el padre de todos los problemas, la encarnación de todos los males de Pakistán”, si se le pregunta a Mohamed Siddique al Farooque, portavoz de la alianza que temporalmente une a los dos grandes partidos tradicionales de Pakistán, la Liga Musulmana Paquistaní (PML), que preside Nawaz Sharif, y el Partido del Pueblo de Pakistán (PPP), presidido por Benazir Bhutto. Ambos dirigentes, ex primeros ministros los dos, están actualmente en el exilio con graves acusaciones de corrupción.
Musharraf llegó al poder en octubre de 1999 tras un golpe de Estado incruento que derrocó a Sharif. Dos años después asumió formalmente la presidencia del país, que compatibilizará hasta finales de este año con su cargo militar. En esa fecha colgará el uniforme, pero retendrá la presidencia hasta 2007. En su inicio, el golpe y las posteriores maniobras para mantenerse en el poder fueron criticados por Estados Unidos y por los países europeos. El Reino Unido expulsó a Pakistán de la Commonwealth, y el presidente George W. Bush ni siquiera recordó el nombre de Musharraf cuando se le preguntó por él en la campaña de 2000. Todo cambió cuando los atentados del 11-S lo convirtieron en un aliado imprescindible de Washington, tanto para la guerra en Afganistán como para la persecución del extremismo islámico.
Muy discutido interiormente, el general Musharraf dio pasos que le otorgaron, sin embargo, gran reconocimiento mundial, certificado hasta el estrellato este año en la reunión del Foro de Davos. El primero de esos pasos fue una campaña de persecución de las organizaciones extremistas; 500 militantes de esos grupos se encuentran actualmente detenidos, según la cuenta del portavoz del Gobierno, Masood Khan.
Los esfuerzos del Ejército pueden no ser suficientes para combatir a la red de grupos radicales que se ha ido configurando aquí en los últimos años.
Es difícil saber con precisión la fuerza real de estos grupos. Pero, sea la que sea, fue suficiente para planificar dos atentados de gran complejidad logística con diez días de diferencia contra el presidente Musharraf. En el primero de esos atentados, el 14 de diciembre pasado en Rawalpindi, se utilizó un sistema de detonación a distancia que sorprendió a los investigadores por su sofisticación, nunca vista antes en Pakistán. En el segundo atentado, el 25 de diciembre, actuaron dos grupos de tiradores desde puntos distintos al paso de la comitiva presidencial, también en Rawalpindi.
Tampoco resulta fácil establecer la vinculación de esos grupos con Al Qaeda. Los investigadores culpan del atentado del 25 de diciembre a miembros de Jaish-i-Mohamed y de Harkatul Jihad al Islami. Pero en el atentado del 14 de diciembre se sigue la pista de un miembro de Al Qaeda llamado Haidi al Iraqi. Uno de los máximos dirigentes de Al Qaeda, Ayman al Zawahiri, transmitió el pasado mes de septiembre, a través de las televisiones Al Jazeera y Al Arabia, amenazas de muerte contra Musharraf por “traición al Islam”.
Los funcionarios paquistaníes citan frecuentemente esos atentados como una prueba de la sinceridad del Presidente en su lucha contra los radicales islámicos. En el extremo absurdo de la sospecha, algunos en Pakistán llegan a dudar de que esos atentados fuesen ciertos. Pero lo que sí es motivo de duda razonable es que el Ejército no tenga un control mucho mayor del que reconoce de los grupos islámicos en este país.
El control militar
Casi desde el nacimiento de Pakistán, tras la partición de India en 1947, pero sobre todo desde el golpe de Estado protagonizado por el general Zia ul Haq en 1977, el Ejército controla casi por completo la vida política de este país. Incluso durante los períodos de Gobiernos civiles democráticamente elegidos, las Fuerzas Armadas actuaban como poder en la sombra con capacidad de intervenir cuando las cosas no se hiciesen a su gusto.
Basta viajar a Rawalpindi, antigua guarnición militar británica a un cuarto de hora en coche desde Islamabad, hoy centro de operaciones de las Fuerzas Armadas, para entender el alcance del poder del Ejército. Los mejores edificios, las mejores urbanizaciones, los mejores hospitales y escuelas de esa ciudad de un millón de habitantes están en manos de los militares, que controlan entre el 70 por ciento y el 80 por ciento del presupuesto total de la nación y que tienen intereses en las principales empresas privadas del país. Respaldadas por ese poder económico y por una ayuda de 3,000 millones de dólares de EU
-que desde la guerra fría trató a Pakistán como un aliado imprescindible-, las Fuerzas Armadas se han desarrollado como una sociedad dentro de su sociedad.