Estamos a la mitad de la Semana Nacional de Transparencia, organizada por el Instituto Federal de Acceso a la Información (IFAI) para marcar el segundo aniversario de la Ley que le dio vida e hizo práctico el derecho de los gobernados a saber cómo se les gobierna, publicada el 11 de junio de 2002.
Un factor sustantivo del sistema autoritario priista fue la opacidad, la noción de que el conocimiento de la cosa pública era asunto privado, restringido a las autoridades, que obtenían provecho de esa condición. De allí que un reclamo creciente condujera a la idea de que la democratización del país implica la transparencia. El tránsito, sin embargo, como toda mudanza cultural, ha sido lento y difícil. La integración misma del órgano de Gobierno del IFAI tomó desprevenido al Senado, que se ocupó tardía y superficialmente de ejercer su posibilidad de objetar el nombramiento de comisionados, hecho por el Presidente Fox, siendo que la mayor parte de la planilla original incumplía el requisito de “haberse desempeñado destacadamente en actividades profesionales, de servicio público o académicas, relacionadas con la materia”.
Eso no obstante, el IFAI comenzó a operar el primer día de 2003. Esa es la fecha inicial del período cubierto por el informe de labores presentado al Congreso de la Unión, hace una semana, por la comisionada presidenta del IFAI. Las normas de acceso a la información entraron en plena vigencia el 11 de junio del año pasado, al publicarse el reglamento de la Ley, aplicable a la administración pública federal. Simultáneamente se emitieron los ordenamientos que permiten ejercer el derecho a la información en los poderes Legislativo y Judicial y en los órganos constitucionales autónomos.
No ha habido un homogéneo cumplimiento de la Ley, ante las solicitudes de los ciudadanos, según los registros del IFAI. Tampoco es uniforme el comportamiento de las dependencias gubernamentales cuando el IFAI es llamado a analizar las negativas de información. Al examinarse a sí mismo, en su informe de labores, el Instituto dice que “ha sido una inversión redituable para la sociedad mexicana” pues, “al imponer estándares de transparencia y al denunciar las dificultades presentadas en la aplicación de la Ley, contribuye gradual e irreversiblemente a que la gestión de la administración pública federal atienda a criterios de eficiencia, efectividad y equidad”.
El poder judicial, que desde el siglo XIX se inclinaba por la publicidad de sus decisiones, al reglamentar la Ley de 2002 eligió un criterio restrictivo que, sin embargo, se modificó prontamente ante las observaciones del público, los interesados y los especialistas. Esa misma participación ha hecho que en la mitad de las entidades federativas se hayan promulgado Leyes locales, de calidad disímil, que eso no obstante constituyen un primer paso hacia la transparencia.
En el Distrito Federal —una de las 16 entidades que han legislado al respecto— apenas está por iniciarse la aplicación de la Ley inicialmente publicada el ocho de mayo del año pasado, que ha sufrido diversas peripecias políticas y legales. Es una Ley defectuosa de origen, que generó conflictos entre la Asamblea Legislativa y la jefatura de Gobierno, que objetó el texto inicial y condujo el caso hasta la Suprema Corte de Justicia de la que esperaba la validación de sus objeciones. Sin embargo, la elección de una nueva legislatura en la Asamblea, dominada por el PRD a diferencia de la anterior, produjo la Ley que apenas está por ofrecer a los gobernados la información que soliciten sobre la administración capitalina.
La principal tacha de la Ley consiste en conferir su Gobierno a un pesado Consejo de información pública, mezcla de aparato burocrático y participación ciudadana —“numerosísimo y contrahecho” me permití llamarlo el 18 de julio pasado. Lo integran cuatro diputados locales, tres representantes del Gobierno de la ciudad y otros tantos del Tribunal Superior de Justicia y uno por cada organismo autónomo del DF (Comisión de Derechos Humanos, Instituto y Tribunal Electorales, Consejo de la Judicatura y Tribunal de lo Contencioso Administrativo) y tres representantes de la sociedad civil.
Esa estructura, ideada por la oposición panista con apoyo del PRI, fue admitida por el Jefe de Gobierno quien, sin embargo, objetó con razón el modo de designar a los tres consejeros ciudadanos. En vez de convocar a la sociedad civil, puesto que la representarían, a que presentara candidaturas (como se hace, por ejemplo, en el consejo de la Comisión de Derechos Humanos), los consejeros surgieron de una negociación cerrada. Su presidente, el experto jurista Leoncio Lara, renunció ante las vicisitudes políticas a que estaba sometido el Consejo de Información y permanecieron las consejeras María Elena Pérez Jaén —que había sido precandidata a comisionada en el IFAI— y Odette Rivas. Finalmente instalado ese órgano el dos de marzo, fue designado presidente el ingeniero Gustavo Velázquez de la Fuente, un empresario y activista civil desde hace décadas. Inobjetable su nombramiento, se le inventaron tachas como “haber sido empleado de la Contralora Bertha Luján”. Actuó ciertamente como uno de los doscientos y tantos contralores sociales, ciudadanos que sin remuneración ni dependencia formal de ningún órgano de la administración capitalina, contribuyen a su transparencia.
El reglamento del Consejo, aprobado por unanimidad, fue publicado el dos de junio. Ya es hora de que se aplique.