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Un árbol especial/Addenda

Germán Froto y Madariaga

En la vida hay sentimientos de los que uno no debe prescindir si se quiere pasar felizmente por ella. De ese tipo de sentimientos es sin duda la amistad por el valor que ésta tiene entre nosotros.

Se afirma que la mayor muestra de amistad es la de aquel que está dispuesto a dar la vida por su amigo.

No obstante ser ello cierto, considero que no es necesario llegar al extremo de esa prueba mayor para que los amigos sepan cuán importante es el lugar que ocupan en nuestra vida.

A veces simplemente basta con una llamada telefónica para decirles lo mucho que los estimamos, aunque lo mejor sería hacerlo personalmente. Sin embargo, en este mundo de las comunicaciones cibernéticas, a mi juicio no es suficiente con enviarles unas cuantas líneas por correo electrónico, si podemos escuchar su voz y que ellos nos escuchen.

La comunicación verbal nos dice mucho del estado de ánimo de una persona; del aprecio que nos dispensa; y nosotros podemos hacerle sentir lo mismo si hablamos con ella.

Es comprensible que en ocasiones, por razón de las grandes distancias, no tengamos otra alternativa que hacer uso de la computadora. Vale entonces que recurramos a ella. Pero no es válido cuando la persona está a nuestro alcance, pues contra lo que se pueda argumentar a favor de esa forma de comunicación, ésta no deja de ser fría.

Es por eso y porque me llegó por muy distintos medios (lo cual estimo significativo) que considero oportuno transcribir y comentar el siguiente texto sobre la amistad.

“Yo deseo en esta Navidad poder armar un árbol dentro de mi corazón. Y en él colgar, en lugar de regalos, los nombres de mis amigos. Los que viven cerca y los que viven lejos. Los más antiguos y los más recientes. Los que siempre recuerdo y los que a veces olvido. Los de las horas difíciles y los de las horas alegres. Los que sin querer herí y los que sin querer me hirieron. Los que me deben y a los que debo. Mis amigos sencillos y mis amigos importantes. Los que me enseñaron y los que se dejaron enseñar por mí. Un árbol de raíces profundas para que sus nombres nunca sean arrancados de mi corazón y nuevas ramas para que nuevos nombres venidos de todas partes se unan a los existentes, den sombra agradable y que nuestra amistad sea un momento de reposo en la lucha por la vida. Que en esta Navidad Jesús haga de cada arma una flor, de cada lágrima una sonrisa; del rencor la sabiduría del perdón; de la paz una auténtica realidad y de cada corazón una casa lista para recibir a Dios”.

Si es ésta una época propicia para la reflexión, creo que todos deberíamos reflexionar sobre el número de nombres que podemos colocar en un árbol como el descrito.

Revisemos, primero, si es un árbol frondoso o cuenta sólo con pocas ramas en las que escasamente pueden figurar los nombres de unos cuantos amigos.

Si los nombres son contados, algo nos ha faltado por hacer. Todos establecemos grados de amistad. Pero eso es distinto a que contemos con muy pocos amigos. Quizá nos ha faltado dar.

Si en contrapartida los nombres son abundantes, alegrémonos de haber sabido cultivar la amistad de tantas personas que se han cruzado con nosotros en el camino de la vida.

Pero ello no nos debe llevar al conformismo. Tenemos que estar abiertos a nuevas relaciones. Debemos procurar que nuevas ramas nazcan en ese árbol para que los nombres de nuevos amigos, venidos de todas partes, puedan colmarlas.

Tan importante como hacer nuevos amigos, es el conservar los que tenemos.

En ese imaginario árbol, las ramas más fuertes, las de mayor follaje deben ser las de nuestros amigos más antiguos.

Son esos amigos de los que nos hicimos en la niñez y la juventud y que venturosamente aún conservamos.

Si es tal, es muestra inequívoca de que hemos sabido cultivar la amistad. Porque es muy fácil entablar relación con una persona, pero no es tan sencillo hacerlo nuestro amigo y menos aún conservar esa amistad.

En mi caso, tengo mucho qué agradecer a mis amigos. Porque en mi árbol hay ramas fuertes, robustas, que han crecido desde hace muchos años.

La sabia que por ellas circula y de la cual me nutro me ha hecho mucho bien. Me ha enseñado los valores más importantes de esta vida. Me ha fortalecido en los momentos de debilidad e incluso ha sido el aliento de una mano tendida en aquellas ocasiones en que he caído y gracias a ella he logrado levantarme y reemprender la marcha.

Por esa sabia, mis amigos me han transmitido también las ganas de vivir; la alegría que deriva de las cosas simples, cotidianas; el sentido del humor y una forma de disfrutar la vida que a veces pudiera parecer excéntrica, alocada, pero que en fondo no es más que una filosofía que venturosamente nos ata a la niñez, a los años en que todo era felicidad frente a horizontes abiertos y promisorios.

Pero en ese árbol hay también ramas nuevas donde han comenzado a figurar los nombres de los nuevos amigos que recién han llegado a mi vida y de los que tengo mucho qué aprender.

A unos y otros. A los viejos y los nuevos amigos les agradezco profundamente lo que me han dado y lo que, confío en Dios, me den en el futuro. Y yo espero corresponder a tanta generosidad.

Hoy, en este venturoso día de Navidad, deseo que en el recuento de los nombres que adornan el árbol de la amistad que cada cual ha sembrado en su corazón, el resultado sea favorable para todos.

Y en razón de ello, que sepamos agradecer a Dios el habernos regalado uno de los dones más preciados de entre todos los que el hombre puede disfrutar: La Amistad.

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