No sé qué me pasó. Me salí de mis cabales y exploté. Estaba hecha una furia, grité y dije cosas horrorosas... Lo peor es que mis hijos vieron todo. No sabes... La gente me decía: Cálmese señorita. Cuando llegó el agente de seguros, yo ya estaba un poco más calmada y, por supuesto, no quería ni ver al señor del choque. Mis hijos, adentro de la camioneta, encogidos y calladitos, sólo se me quedaban viendo con una expresión entre miedo y asombro. Pensé: ¡Qué bruta soy! Mira nomás, qué bonito ejemplo les diste... Me moría de la pena. No quería ni decir mi nombre en voz alta, ¿qué tal si conocía a mis papás o a mi marido? ¿Qué tal si era papá de algún compañero de colegio de mis hijos? No sabía dónde meterme... Este señor ha de pensar que, además de ser una histérica sin educación, de seguro, soy una bruja. ¡Pero, te juro que no soy así! Hasta yo misma me desconocí... La verdad, me sentí muy mal conmigo misma. Hubiera querido regresar el tiempo y borrar esa tarde. Pero ya no había nada qué hacer... Entre divertida e identificada con la sensación de arrepentimiento, escucho a Maru narrar su historia. ¿Alguna vez te ha pasado lo mismo? ¿Que te sientes pésimo, no sé, por haber hablado de más, por haber criticado, por haber alzado la voz, por haber dado esa nalgada explosiva en vez de razonar? Bueno, pues todo esto, así como la reacción de Maru, tiene una explicación científica... Y conviene saber, que en cada momento de la vida, hay una oportunidad de escoger cómo percibimos las cosas. Esta habilidad de alterar la percepción es una de las más grandes que podemos tener. Sin embargo, mucha gente no la usa o ni siquiera sabe que existe. El neurocirujano, Benjamín Libet, condujo un experimento fascinante en pacientes que, despiertos y alertas, estaban siendo sometidos a algún tipo de cirugía de cerebro. Les pidió que movieran uno de sus dedos mientras monitoreaba electrónicamente su actividad cerebral. Ahí, pudo comprobar que hay un cuarto de segundo de retraso entre la urgencia de mover el dedo y el momento actual. Esto quiere decir que cualquier urgencia que tengamos, incluyendo las provocadas por el enojo o por el miedo, tienen una ventana de oportunidad en la que podemos desengancharnos. ¡Es una maravilla de descubrimiento! Hay un cuarto de segundo de distancia entre querer, pensar y hacer. Un cuarto de segundo puede sonarnos muy poco pero, para el pensamiento, es una eternidad virtual. Es un tiempo más que suficiente para interpretar las cosas de diferente manera. Por ejemplo, darnos cuenta que un sonido muy fuerte no es un balazo, que un palito entre el pasto no es una víbora, que un comentario sarcástico no tiene la intención de herirnos o que resbalar con una cáscara de plátano es gracioso en lugar de irritante. ¿Por qué sucede esto? Cuando el cerebro recibe un estímulo, a través de cualquiera de los cinco sentidos, lo manda a dos lugares: uno es la amígdala y el otro es la neocorteza, el lugar desde donde funciona el intelecto y el espíritu. La amígdala -esencial para la supervivencia- es la primera en recibir el mensaje; es muy rápida y en un instante, nos dice si debemos atacar, huir o congelarnos. La neocorteza está más lejos y los mensajes le llegan más tarde pero, a diferencia de la amígdala, ella tiene enormes poderes de evaluación, y se detiene a considerar las cosas. Además, la neocorteza se comunica con la amígdala para ver qué opina antes de reaccionar. Lo bueno es que el 95 por ciento de los estímulos que recibimos, llegan a la neocorteza y sólo un cinco por ciento se van derecho a la amígdala. Pero, ojo, ese cinco por ciento, ¡puede crear un absoluto caos! Puede desencadenar una reacción inesperada, un comportamiento ilógico e incontrolable. Si ignoramos ese cuarto de segundo, y nos dejamos conducir por el piloto automático, nos convertimos en impulsivos, en esclavos de la ira y del miedo. La amígdala, alimentada por el miedo, obstruye la razón y cuando le permitimos que secuestre al cerebro en repetidas ocasiones, nos pasa lo mismo que cuando transitamos un camino con regularidad: entre más lo usamos, más fácil transitamos por él. Entonces nos convertimos en personas hiper sensibles, irascibles, explotamos por todo o bien, nos deprimimos. ¡¿Y quién nos aguanta?! Dice Aldous Huxley: Hay un rincón en el universo que puedes tener la certeza de mejorar, y es a ti mismo. Te invito a que, ante el miedo, el enojo o la desesperación, utilices tu cuarto de segundo para pensar antes de reaccionar impulsivamente. Te aseguro que vivirás más tranquilo, te sentirás mejor y tus relaciones se enriquecerán. ¿No crees?