La marcha del domingo pasado en la capital de la República constituyó, para todo efecto práctico y quizá también legal, en el “destape” de la candidatura presidencial del actual jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador. Se trató de un acto importante y singular, en el que participaron miles de ciudadanos convocados por el Partido de la Revolución Democrática a apoyar a uno de sus precandidatos.
El acto político del domingo tiene varias dimensiones que conviene comentar. Algunas son positivas. Otras son preocupantes. Resulta positivo, por ejemplo, que un contingente tan nutrido de ciudadanos participe ordenada y alegremente en un acto cívico político y que utilice sus derechos constitucionales, especialmente los consagrados en los artículos sexto y noveno (libertad de expresión y de asociación). Se ha dicho en los medios informativos que la marcha del domingo ha sido la congregación pública más grande que haya convocado algún partido político en México. Esto es positivo, pues en una democracia debe haber caminos expeditos para la realización de este tipo de actos cívicos. Sin embargo, hay otro lado de la moneda.
Muchos observadores de los medios de comunicación mostraron que la organización y ejecución de la marcha dominical incluyó algunos aspectos que no contribuyen al desarrollo de nuestra cultura cívica y que, en realidad, son resabios de la vieja cultura autoritaria incrustados en la emergente democracia mexicana. Se trata de las conocidas prácticas del “acarreo” , del pase de lista y de la presión a los servidores públicos y a los beneficiarios de programas.
El uso intenso de estas prácticas fue particularmente notorio por el modo en que participaron las organizaciones de ambulantes, de taxistas tolerados y piratas, de microbuseros, tianguistas, posesionarios ilegales de tierras, fayuqueros y otros pobladores. Todos estos grupos de pobladores aparentemente disímbolos comparten un factor común: todos ellos son sectores de población altamente dependientes del otorgamiento y la renovación de permisos y licencias de parte de las autoridades, o de la promesa de tolerancia a la falta de ellos.
A cambio de permisos o tolerancias, entregan su participación activa en los actos políticos del partido del Gobierno que tan directamente puede beneficiarlos o perjudicarlos. No hay mucho nuevo bajo el sol perredista. Quienes recuerden los mítines del viejo PRI saben bien de qué trata: en muchos aspectos, el acto del domingo se parecía más a un mitin del priismo mexiquense de la época de Carlos Hank, que a un mitin de la izquierda. O si usted prefiere, a un mitin del priismo tabasqueño de la época en que allí militaba como dirigente el propio López Obrador.
Esta característica política del mitin no es justificable por el solo hecho de que proviene de prácticas añejas de nuestra política, pues el proceso democratizador mexicano pasó, en buena medida, por la erradicación de esas conductas, especialmente porque son formas inaceptables de utilización sesgada de los recursos públicos, si no es que de su franco desvío.
Tanto el Código electoral federal como el local prohíben estas actividades. Las prohíben también las leyes que regulan el ejercicio del presupuesto en el DF y en la federación. Y el mitin del domingo debería activar una investigación de las autoridades locales y federales, tanto electorales como de Auditoría Superior. Si esas autoridades no actúan de oficio, entonces los partidos y los ciudadanos deben solicitar la actuación de las autoridades. Aunque Andrés Manuel López Obrador diga que esto es parte de otro complot. O del mismo. O del que sigue.
A menos que las autoridades capitalinas y federales verdaderamente crean que el acto del domingo no fue un acto de campaña. Aunque pareciera un “ destape”. O que determinen de antemano que no se usaron recursos públicos. Aunque usted no lo crea. Otro aspecto francamente lamentable fue el contenido profundo del mensaje político que se envió a quienes quisieran escucharlo. Más allá de la colección de lugares comunes que AMLO enmarcó en sus “20 puntos” , el discurso tuvo dos ideas como ejes centrales: la división entre ricos y pobres fue la primera; la primacía de la conveniencia política sobre la Ley fue el segundo. Quienes hayan visto o escuchado las imágenes del mitin habrán percibido, sin duda, que una y otra vez se insistía en decir que éste sí era el pueblo. Nada de malo habría, ni en el contingente, que fue realmente popular, ni el discurso, que se corresponde con esa realidad.
Lo malo es que el sustrato de ese discurso no es positivo, sino negativo; no es invitación, sino rechazo; no es concordia, sino discordia. Los panegiristas de López Obrador hablan de la marcha del pueblo como negación de la marcha de hace un mes, que fue, literalmente, caricaturizada y denostada en los deleznables Peje-cómics de los propagandistas de López Obrador. La marcha no fue, en ese sentido, un acto de unidad, sino de división. Le doy un ejemplo: en algún noticiero pude ver una imagen simpática pero preocupante: un grupo de manifestantes llevaban una manta que decía que “Peje el toro es inocente”. La verdad, la puntada es buena. Pero no deja de ser un reflejo odioso: lo que realmente animaba esa manta era el mensaje completo: “Ustedes los ricos, nosotros los pobres”. Mala idea. Especialmente si se quiere mostrar el “proyecto alternativo de nación”.
Finalmente, la marcha también envía otro mensaje peligroso: el de que la democracia incluye la posibilidad de usar la movilización popular como un ariete en contra de un proceso judicial. Contraponer masa y derecho, popularidad y legalidad, poder y justicia. Nada nuevo. Nada bueno. Nada democrático. Nada alentador. López Obrador insiste en decir que el proceso en su contra no se hubiera iniciado si no estuviera alto en las encuestas. Creo que voltea las cosas: la marcha del domingo no se hubiera realizado si el infractor no estuviera alto en las encuestas.
Y si no estuviera dispuesto a usar su popularidad como ariete contra la Ley. Esto último es lo malo.