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Un Estado en mal estado

Jorge Zepeda Patterson

Más allá de las veleidades de Marta Sahagún o el estilo rústico y poco resolutivo de Fox, las claves para entender el fracaso de su régimen tienen qué ver con un asunto de “timing”. Fox llegó muy tarde al poder o demasiado temprano, según sea vea. Muy tarde, porque las posibilidades de cambio hubieran sido reales si hubiera gozado de la situación que disfrutaban los mandatarios priistas por lo menos hasta el salinismo. Los presidentes de antaño podían introducir leyes, desviar el presupuesto, fundar instituciones a diestra y siniestra, someter al Poder Judicial e incluso al llamado cuarto poder, la prensa. No los molestaba ni el Congreso, ni los partidos políticos, ni la opinión pública o los jueces. Cuánto daría Fox por poder designar al Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, como se hacía antes y deshacerse de una vez por todas de Andrés Manuel López Obrador, sólo para poner un ejemplo.

Si el PAN hubiese llegado hace uno o dos sexenios al poder, hoy estaríamos viviendo en plena Foxilandia, para bien o para mal. Pero claro, ese es un argumento absurdo: la oposición nunca habría conquistado la Presidencia cuando ésta era tan poderosa, justamente porque su poder era invencible.

Sólo cuando comenzó a debilitarse el PRI, la oposición pudo decir misa en Los Pinos. Fox fue el gran beneficiario de la pérdida del poder absoluto que ejercía el Ejecutivo federal, pero también resultó ser la gran víctima. Las razones que le permitieron tomar la Presidencia son las mismas que le impiden ejercerla. Ese es el lado oscuro de la transición. Para su desgracia, Fox se ha visto afectado por el traslape de dos procesos, uno nacional y otro mundial, que han hecho de su administración un ejercicio blandengue que raya en la parálisis.

Veamos el fenómeno mundial. Durante los últimos siglos, el Estado-Nación había sido la célula, la unidad básica desde la cual se concebía el orden internacional. Los Gobiernos, en nombre de ese Estado, ejercían el monopolio de la violencia a través de los ejércitos y los cuerpos de seguridad, hacían las leyes, establecían fronteras, ejercían el control sobre el tránsito de personas, mercancías y monedas. Esto está cambiando y con ello la vida de todos los habitantes del planeta.

Las empresas trasnacionales carecen ya de base territorial y por lo tanto no están sujetas a las regulaciones de algún Gobierno en particular. Un fabricante de computadoras suele hacer los chips en Guadalajara, la caja y el armado en Brasil, los manuales se escriben en India y se imprimen en Singapur. Los mercados financieros y la libre circulación de los capitales, hace tiempo que dejaron de depender de los bancos centrales; los inversionistas desplazan el dinero de manera incesante a todos las esquinas del orbe en busca de la mayor rentabilidad. Una firma financiera de Londres o Nueva York cambia la cotización del sucre ecuatoriano con un simple cambio en la calificación del margen de riesgo de ese país.

Las ONGs han adquirido también un creciente protagonismo frente a los Gobiernos. Hoy en día hacen más por la defensa de la ecología mundial organizaciones como Greenpeace o el Fondo Mundial para la Naturaleza (World Wide Foundation) que los Gobiernos y sus leyes.

Los flujos crecientes de personas, drogas y armas a través de las fronteras propician aún mayor debilidad de la vida institucional. La economía de muchos países depende de recursos sobre los cuales carecen de control: ingresos provenientes de la droga, del turismo o de las remesas de sus trabajadores en el extranjero. A su vez, los países receptores de trabajadores ilegales dependen de una mano de obra cuyo flujo son incapaces de dominar.

Hace una semana, en este mismo espacio, ya señalaba que organizaciones como Al Queda han trastocado la noción que antes se tenía de la seguridad nacional, puesto que no se trata de ejércitos visibles a los cuales enfrentarse ni poseen base territorial.

De igual forma, el fundamentalismo religioso establece comunalidades por encima de las fronteras o las identidades nacionales. Por otro lado, la multiplicación de fuentes de información impide el control de la opinión pública por parte de los Gobiernos. Gracias a Internet, todos están conectados pero nadie tiene el control.

Así pues, los estados nacionales están desbordados, por todos sus costados. Estrenamos la democracia en México justo cuando menos posibilidades de éxito tenía un Gobierno de alternancia para sacar adelante un proyecto de cambios impulsado desde el Ejecutivo.

Obviamente, esta limitación no es exclusiva de México. Como he señalado antes, es un fenómeno mundial. Pero en México la debilidad del Estado se agrava por varias características que tienen qué ver con la cultura política y el andamiaje institucional. Nuestro país vive el peor de los mundos posibles: tenemos un régimen jurídico presidencialista en el contexto de una presidencia maniatada por la sociedad política.

Ello es muy peligroso. Hay una enorme cantidad de dinámicas que están sueltas en el mundo, en medio de Gobiernos que intentan regularlas con dificultad. Un Estado débil nos deja inermes para paliar los efectos de estas dinámicas y para emprender las transformaciones que el nuevo orden reclama. No se trata de saber si es el PRI, el PAN o el PRD quien gobierna, sino de la escasa capacidad que tienen para hacerlo. Habría que revisar las modificaciones que habría que introducir para alcanzar mínimos de gobernabilidad. Un tema digno de abordar la próxima semana.

(jzepeda52@aol.com)

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