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Un Estado proxeneta y esclavista

Patricio de la Fuente

Si el sistema policíaco pone los pelos de punta, todavía nos quedan múltiples ocasiones para estremecernos con esta lectura. Por ejemplo la perfidia que utiliza el castrismo para conseguir las divisas con las que la casta dominante vive opulentamente en medio de la miseria general engendrada por el régimen.

Castro trafica con carne humana a todos los niveles. Las jineteras que se prostituyen para el turismo deben “compartir” la verdolaga (los dólares) con la Seguridad del Estado —como si de su chulo se tratase—, además de pasar a engrosar el cuerpo de los chotas (soplones), si es que no quieren acabar en la cárcel por traficar con extranjeros. Jugosas divisas para el castrismo deja también el negocio del secuestro. Difícil encontrar otra palabra que describa de modo más exacto la actividad desarrollada por la oficina de Consultas Internacionales InterConsult —asesorada por la Seguridad del Estado— y encargada de solucionar por unos 35.000$ la liberación de especialistas universitarios o de familiares de exiliados a los que el Estado prohíbe la salida sin el pago de este rescate. “Tarifa” similar rige para la autorización de matrimonios entre cubanos y extranjeros.

Conocida es la obsesión de Fidel Castro por la medicina. En un país con cortes diarios de electricidad y con libretas de racionamiento que no dan derecho más que a un par de calzoncillos, una camisa y un pantalón al año, donde es necesario cargar permanentemente con la cesta de la compra por si se encuentra algo y donde tener un jubilado en casa tiene un valor inapreciable por su capacidad de guardar colas a diario durante horas y horas, todo es escaso salvo los médicos. No es sólo una cuestión de megalomanía la que ha llevado a Castro a decidir que Cuba tenga más licenciados en medicina por cada mil habitantes que Dinamarca. Un médico es una mina para Castro. El régimen alquila los médicos afectos a los Gobiernos de otros países subdesarrollados “amigos” cobrando por ellos miles de dólares al contado, mientras que los médicos menos “comprometidos” son empleados en la Isla. Castro consigue a la vez divisas para sí mismo y para su oligarquía y presentarse como el máximo líder del compromiso social en el mundo subdesarrollado.

Dime de qué presumes y te diré de qué careces. La Revolución Cubana, bajo el disfraz de libertadora, ha ejercido sistemáticamente el oficio de negrero con su población. Jamás ha reconocido el derecho a la objeción de conciencia, con un servicio militar obligatorio de dos años de duración a partir de los dieciséis. Ha enviado a miles de jóvenes como carne de cañón a la guerra en África (Etiopía, Angola, Mozambique, Zimabwe...) como ha documentado fehacientemente Juan Benemelis en su libro sobre Castro y las guerras en África. Una mayoría de ellos fue de raza negra (quizás de ahí el complejo obsesivo que tiene el castrismo de acusar a los EU de mandar a su población negra a las guerras). Se trataba de aparentar que las tropas cubanas se hermanaban en la lucha por la liberación de África y ocultar el carácter imperialista y megalómano del régimen de Castro.

Ahora Castro sigue traficando con sus rehenes. Los inversores extranjeros no pueden contratar directamente a sus trabajadores cubanos. Los contratos sólo se hacen a través del Ministerio correspondiente. Al final el trabajador cubano no llega a cobrar ni la vigésima parte del salario que las denostadas multinacionales vampirescas entregan al Estado cubano por sus servicios. De hecho, Castro parece haberle cogido gusto al tema. Víctor Llano, en Libertad Digital, denunció prácticas similares por parte de cierta empresa pública cubana que explotaba en España a trabajadores traídos desde Cuba. Prácticas que se vieron confirmadas por el correspondiente expediente de la Inspección de Trabajo que de momento ha puesto fin a las mismas.

Como escribe Guillermo Cabrera Infante en el prólogo, Del infierno conocemos todos los círculos, pero no del viaje para salir de ellos: este libro es una guía para condenados. El infierno incluye la represión de la cultura, inclusive la destrucción física de obras por parte del propio comisario político del Ministerio. Incluye también la manipulación infantil en la escuela pública para fabricar nuevos Pavil Morozovs —el niño que delató a su padre a la policía política de Stalin por desafección al socialismo. Y ¿qué decir del increíble deterioro de las mansiones coloniales y del resto de bellísimas edificaciones de La Habana y de otras ciudades? Un auténtico Patrimonio Cultural de la Humanidad arruinado por la ineptitud de unos fanáticos del poder político a los que aplauden muchos de aquellos que luego juegan a dar lecciones de inquietud ante la administración privada de la cultura y alardean de una supuesta preocupación por la herencia que recibirán las generaciones futuras. El testimonio de Natividad González Freire sí que debe sacudir ciertas conciencias. Aquellas que presumen de humanitarismo y que con su silencio o implícita complicidad todavía siguen sosteniendo el mayor régimen opresor del Hemisferio Occidental.

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