EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Un filósofo con necrofobia...

Roberto Orozco Melo

Los hombres nos tornamos maniáticos al arribar al estado temporal que el eufemismo oficial designa como “tercera edad” o “adultos en plenitud”. Antes respondíamos a la denominación de viejos, ancianos, abuelos, tatas grandes o a otros epítetos peyorativos como matusalenes, decrépitos o vetarros; lo de las manías es rigurosamente cierto.

A mi filósofo de la calle San Francisco, que no se cuece en el primer hervor, recién le sobrevino la renuencia a estar en los velorios y entierros de sus amigos y seres queridos. Me lo contó mortificado pues supone que se le podría interpretar como lección de urbanidad, lo cual afectaría sus relaciones sociales. Refirió don Sócrates ­así lo llamo a veces­ que el soponcio agrede sin aviso y cuando acude al campo santo le sudan las manos, se le traba la lengua y desvaría ante los deudos con frases absurdas y cómicas. Dice que les dice a la hora del abrazo: “Lo felicito”, en lugar de: “Lo siento mucho”, pero si la viuda o algún huérfano le informan que el de cujus murió así o asá, suele responder con un: “Mire qué bueno”...

Para tomar aliento contra la conocida incontinencia verbal de mi ilustre amigo, le platiqué que una de mis abuelas solía responder a la noticia de una muerte con esta alada frase: “Es caminito que todos han de seguir” y seguía tejiendo, como si nada. “Bendito sea Dios ­agregué­ la pobrecita creía que ella no iba a recorrer el mismo camino”... Mi amigo no se rió, igual que usted. Así que insistí:

-¿Y es vieja su alergia a los velorios, entierros y cementerios?.. ­¡No señor! No es tan vieja. Me atacó cuando empezaba a gestionar mi jubilación junto a otros muchachos de mi generación: rascábamos los doce lustros de existencia. Un mal día asistimos a darle tierra a un buen amigo que había dejado este valle de lágrimas sin cobrar la primera pensión... ­¿A darle tierra? ¿Y eso qué es? ­inquirí...

­Dar tierra, destacado ignorante, es una triste, arcaica y metafórica expresión castellana que describe el acto de vaciar un puñado de polvo terrestre sobre el ataúd de un difunto...¡Ilústrese compañero!.. y escuché la historia:

­Mientras cumplíamos el ritual mortuorio, uno de mis amigos recorrió con la mirada al nutrido grupo de dolientes y condolientes que acompañaban a nuestro exánime coetáneo, todos teníamos los brazos cruzados sobre el pecho y la testa inclinada. Parecíamos compunción, pero no era; la postura, por si no lo sabe, resulta ad-hoc para que no se adviertan los incontenibles bostezos, provocados por el cansancio y la tensión...

Yo me sentí impelido, desde el fondo de mí, a salir de la plaza de San Pancho en busca de un sitio dónde desahogar esa urgencia propia de los sexagenarios; así que me levanté y dije a mi conversador amigo “Bueno, pues me voy” y vaya que se indignó:

­¿Cómo que se larga? ¡A mí no me deja picado! Primero me saca punta y luego quiere romperme el hilo. ¡Ora se queda hasta que acabe de contarle lo que me pasó!..

“Chin...”, dije en voz baja y me senté en la banca, apreté las piernas y fingí un supremo interés en sus aventuras:

­¿Dónde quedamos? ¡No vuelva a interrumpir, después no agarro el hilo!.. Ah, sí... el ritual de aquella despedida se hacía lento, triste e interminable. Lo noté al ir en cortejo al panteón. El chofer conducía la carroza con la parsimonia propia de los enterradores, sin saber por qué causa: si es respeto al difunto, consideración a quienes caminamos o pocas ganas de llegar a donde fatalmente íbamos. ¿O qué, acaso el conductor pensara que iba a ser él y no el encajonado, quien se instalaría en el túmulo mortuorio?

Una vez en el necrosario y con el ataúd al pie del hoyo que sería la última morada del fallecido, no faltó una espontánea que ocupó una hora del tiempo ajeno rezando un rosario de difuntos con todos sus requiéscates en latín. Después emergió un retórico voluntario con una larga oración fúnebre, in memoriam del occiso, cuyos restos peligraban sobre una débil tabla colocada al filo del pozo fatal. Para culminar un sacerdote humedeció la tumba, el ataúd y a los concurrentes con agua bendita y notoria celeridad, pues debía regresar a su parroquia para atender un evento parecido...

­Aquella apesadumbrada concurrencia empezó a moverse en ondas concéntricas para presentar el pésame de despedida a la viuda, a los hijos y a los hermanos. Mi amigo y yo dominábamos la escena, en espera de cumplir con el mismo protocolo. Mi acompañante acercó su boca a mi oreja con un aliento aguardentoso envuelto en un susurro: “Fíjate manito, ya no hay viejos en los entierros”. Yo me fijé y en efecto, no los había; pero ubiqué a los sesentones desperdigados entre la gente y caí en cuenta: “ Sí hay viejos en los entierros, somos nosotros pero no queremos reconocernos”.

­“¡Ora sí ya me voy! dije al filósofo muy enojado y urgidísimo por llegar a un lugar discreto; pero su brazo derecho y un desesperante tono imperativo de su voz me retuvieron a su lado:

­¡Espérese! Falta el desenlace, si no entenderá pura madrina... ­­y me dispuse a escucharle mientras buscaba algún objeto contundente para darle un madrinazo, pero él siguió:

­Eran vísperas cuando salimos a esperar el paso de un autobús. Nos repechamos en la entrada del panteón de Santiago junto a otros grupos. De la neblina interior emergió un borrachito. Verme y dirigirse a mí fue una sola acción... Me tomó del brazo y dijo con voz trémula: “Oiga señor, pásele y quédese de una vez, así le evitan otra vuelta a sus amigos”. Tal es el origen de mi fobia por los ritos fúnebres, yo no vuelvo a entrar a un panteón y usted tampocooo.... ­gritó.

Apenas escuché las últimas palabras del filósofo de San Francisco. Yo, hacía dos minutos, desahogaba mi senil urgencia en la vieja barda de la necrópolis...

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 70510

elsiglo.mx