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Una cumbre más

Miguel Ángel Granados Chapa

Expulsada hace cuarenta años de la Organización de Estados Americanos, Cuba no estará representada en la Cumbre Extraordinaria de las Américas, que hoy y mañana se reúne en Monterrey. No será el caso, en consecuencia, de que el presidente Fox se vea en aprietos para evitar que coincidan en los pasillos del centro de convenciones el presidente Bush y el presidente Castro, tal como ocurrió hace dos años en la cumbre sobre financiamiento y desarrollo. Esa fue organizada por la ONU,y no por la OEA, y por lo tanto el gobierno de La Habana tuvo pleno derecho a asistir, a diferencia de la cita que se cumple en la capital de Nuevo León una vez más.

En cierto modo, sin embargo, Cuba no estará ausente por entero de este cónclave interamericano. Mañana, por ejemplo, ocupará probablemente algunos minutos de la conversación que sostengan Bush y el presidente Kirchner, de Argentina. Incómodo el gobierno de Washington desde el advenimiento del nuevo gobierno de Buenos Aires, el subsecretario Roger Noriega condensó esa molestia la semana pasada al reprochar a Kirchner su aproximación a Castro y al movimiento indígena de Bolivia. Esa sensación de malestar no estorbará necesariamente el debate en la Cumbre, pero inevitablemente forma parte del clima de las relaciones continentales.

El mapa político de América se modificó de modo notable desde la reunión anterior de los jefes de estado y de gobierno, efectuada en Quebec el 20 y 21 de abril de 2001. Fox y Bush habían iniciado sus mandatos apenas unos meses atrás. El presidente mexicano encarnaba la esperanza de un nuevo enfoque para las relaciones interamericanas y en la política interior se hacía la luz, toda vez que una delegación zapatista, con el subcomandante Marcos a la cabeza, esperaba en la ciudad de México la aprobación de la Reforma Constitucional que consagraría los derechos de los pueblos indígenas. En ese mismo mes había sido elegido en Perú Alejandro Toledo, cuyo perfil democrático contrastraba fuertemente con la dictadura corrupta de Fujimori, de que ese país se había desprendido poco antes.

Esos proyectos de gobierno ejemplar se desdibujaron desde entonces, al frustrarse las promesas que los hicieron singulares. En cambio, en ese lapso fue elegido en Brasil Lula, un dirigente obrero, y en Argentina el estallido de una bomba social condujo a la Casa Rosada a un peronista de izquierda que desafió al poder económico internacional como único modo de paliar la desgraciada situación de sus gobernados.

En la vecina Bolivia la crisis fue aún más intensa, porque los argentinos tuvieron ocasión de confiar a las elecciones la búsqueda de nuevos rumbos (como había ocurrido también en Ecuador con el presidente Lucio Gutiérrez). Los bolivianos, en cambio, empujaron a su presidente a la renuncia, y Carlos Mesa, que lo sustituyó, ostenta frente a los formalistas el baldón de ser el único mandatario presente que no obtuvo su legitimidad en las urnas. No ha sido suficiente, en fin, el esfuerzo extendido en el interior de Venezuela con evidente auspicio exterior por despedir al presidente Chávez de Venezuela.

Las circunstancias que condujeron a esos países al punto institucional en que se encuentran, dejaron en claro el poder perturbador de la pobreza y la exclusión. Como nunca antes quizá, queda claro que la gobernabilidad en los países al sur del Bravo, y en la porción insular americana, será resultante de un desarrollo social que palie las desigualdades. Quienes en la década anterior decretaron el fin de las sublevaciones revolucionarias en nuestro continente tal vez no tengan que desdecirse de sus afirmaciones.

Pero no podrá asegurarse que la movilización social, acuciada por necesidades crecientes, es incapaz de sumarse a las prácticas electorales como modo de configurar gobiernos.

En Washington mismo parece haberse cobrado conciencia de la explosividad social que, en el mejor de los casos se orienta hacia la búsqueda de opciones políticas que respondan a exigencias populares, y no sólo se propongan satisfacer los requerimientos externos sobre los indicadores macroeconómicos. Si bien el número de migrantes mexicanos indocumentados en Estados Unidos permite suponer que la propuesta del presidente Bush tiene una notoria orientación bilateral, también lo es que abrir así sea con excesiva prudencia las puertas a los trabajadores llegados de Centro y Sudamérica y el Caribe procura disminuir las presiones sobre los gobiernos nacionales.

El también tímido esbozo de Bush sobre los planes personales de ahorro que permitan a los migrantes legalizados asentarse con un pequeño capital en su país de origen revela al menos la conciencia de que debe combatirse a la pobreza como al principal elemento subversivo en la región.

El anuncio de la propuesta norteamericana en la víspera de la Cumbre regiomontana tiene evidentemente la finalidad de acotar los términos del debate. Estérilmente intentarán los gobernantes más cercanos a sus pueblos una promesa de financiamiento del desarrollo social que potencie la lucha contra la exclusión social. No hay más que esto, parece haber adelantado la Casa Blanca, que prefiere confiar en el desarrollo de los mercados (a través del ALCA) la creación de riqueza, único modo en que desde su concepción es posible erradicar la inequidad.

Si esas posiciones se mantienen distantes y rígidas, la reunión de Monterrey no pasará a la historia, ni siquiera porque lateralmente se permita a la sociedad expresar sus puntos de vista, sin reprimirla.

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