El Gobierno de Vicente Fox debe ser el único en el mundo que cuando un grupo de personas irrumpe en su casa particular y se mete, literalmente hasta la cocina en donde se encuentran inermes su madre y su hermana para realizar una protesta política, dice “tranquilos”, no hay problema. Es una táctica despresurizadora política, qué duda cabe.
Pero cuando por una segunda ocasión en menos de un año otro grupo penetra la seguridad presidencial, bloquea el convoy en donde viaja Fox, golpea su camioneta, le gritan a coro desafiantes y el vocero foxista dice no hay problema, estén tranquilos porque el Presidente no estuvo en peligro, volver a la despresurización política y liberar de todo cargo a los encargados de la seguridad presidencial, el problema ya no es de ponderación de los acontecimientos, sino de una absoluta carencia de responsabilidad política.
La Presidencia ha tratado denodadamente de minimizar los hechos, pero el ataque al convoy del Presidente la semana pasada durante una gira por Ciudad Juárez no sólo es condenable para aquellos que lo organizaron y participaron en el incidente, sino que es imperdonable para aquellos que se encuentran a cargo de la seguridad presidencial. Los presidentes disponen de medidas de seguridad sumamente estrictas, pues una agresión en donde resulte herido o en el peor de los casos, asesinado, provoca un enorme descontrol en una nación, particularmente si esta nación no tiene experiencia en el relevo presidencial.
Sólo para dar una experiencia en el contexto, la noche en que fue asesinado el candidato a la Presidencia Luis Donaldo Colosio, el entonces presidente Carlos Salinas y su secretario de Hacienda, Pedro Aspe, tuvieron que invertir todo el tiempo nocturno para hablar con líderes y banqueros del mundo para evitar una fuga de capitales de México que, en ese momento, podría haber quebrado al país. Una situación similar con el jefe de Estado, en las condiciones actuales podría significar la suspensión inmediata de lo que queda de inversión extranjera, el aceleramiento de la fuga de capitales y probablemente, una crisis constitucional. En suma, la catástrofe nacional.
Este no es un escenario alarmista, sino absolutamente real. Ante ello es absolutamente inaceptable que la Presidencia pretenda soslayar, pública y privadamente, el hecho. De ninguna manera es menor. ¿Qué es lo que sucedió? Si se ve cómo operan los sistemas de seguridad presidencial mexicano, son un desastre.
La seguridad presidencial se maneja en círculos concéntricos: el primero en el exterior lo tiene el Ejército; el segundo y tercero, las policías estatales y locales y finalmente, el último, el que se encuentra rodeando físicamente al Presidente, el Estado Mayor Presidencial. Quienes atacaron al convoy entraron hasta la camioneta de Fox por un hoyo monumental que topó con el Estado Mayor, que fue el que finalmente controló la situación- en buena medida porque los manifestantes no intentaron más, ni iban armados, ni traían bombas, como cualquiera pudo haber llevado sin mayor problema por lo que se vio.
La primera reflexión es que hubo una total descoordinación de los cuerpos de seguridad. Esta coordinación corresponde hacerla al Estado Mayor Presidencial, que por los resultados o no la hizo o la hizo en forma por demás deficiente. La Presidencia de la República, diría cualquier manual de operación de un jefe de Estado, tendría que haber sancionado inmediatamente a los responsables. No a la gente, a la cual se le debió haber impedido a toda costa el acceso al convoy, sino a los militares encargados de esa seguridad y al responsable de inteligencia en ese cuerpo de élite, por no haber diagnosticado y previsto un conflicto de tal naturaleza.
La segunda reflexión es porqué falló la información de inteligencia civil. El Cisen, responsable máximo de ese servicio, tiene como parte de su rutina -o al menos así era en tiempos en que no sucedía este tipo de graves incidentes- mantener contacto permanente, por entidad, con el gobernador, los jefes policíacos y los principales dirigentes políticos, sindicales, empresariales y de otros grupos de presión, a fin de estar permanentemente informado sobre el termómetro sociopolítico y económico de cada entidad. Cuando se dan giras como la de Ciudad Juárez, el Cisen envía -o enviaba- agentes para hablar también con los presidentes municipales, quienes les ayudaban a realizar el primer diagnóstico sobre la situación en esa localidad y en la entidad. En caso de que se detectaran inconformidades o problemas de algún tipo, los responsables de la política interna federal y estatal de encargaban de realizar las negociaciones pertinentes para tratar de desactivar cualquier posible conflicto. En el caso de Ciudad Juárez, es públicamente sabido que hay numerosos trabajadores del ISSSTE -a quienes se adjudica la protesta—, que deberían estar enardecidos por la reforma a la institución. Pese a ello, no se tomó provisión alguna.
La Secretaría de Gobernación informó el lunes que el Cisen sí alertó a las autoridades sobre la posible manifestación, pero sólo lo hizo al Gobierno municipal, dejando fuera de esa información al estatal. En esta parte de la cadena de información preventiva se encuentra una falla fundamental. La inexperiencia en Gobernación y el Cisen provocó huecos en la información al omitir a una de las áreas responsables de la seguridad presidencial. Si a esto se suma la falla en la inteligencia del Estado Mayor Presidencial, habrá que agradecerle a los manifestantes que sus niveles de beligerancia toparan en los gritos y empellones. ¿Cuántas veces más sucederá esto? ¿Cuántas veces más dejaran expuesto al Presidente? ¿Cuántas veces más nos dirán que estemos tranquilos que no pasó nada? Un Gobierno serio actúa inmediatamente en estos casos y corrige, sanciona y reestructura su operación para evitar más fallas en la seguridad presidencial. Lo que no puede hacer es seguir jugando con el “No pasa nada” porque no hubo desgracias qué lamentar. La seguridad del Presidente es materia de seguridad nacional, que requiere inteligencia -mental y de información- y capacidad profesional que nos evite una jornada amarga uno de estos días y lamentemos, entonces, sí, los hubieras y lo que no se hizo.
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