Tiempo atrás ya se había hecho mención de una absurda paradoja de nuestra transición: cuando por fin se pudo elegir, no hubo de dónde escoger. Hoy, la clase política se empeña en demostrar cuán veraz es esa afirmación. A esa clase la integra un grupo de igualados.
*** Todos y cada uno de los días de esta semana, la élite política da cuenta de ese despropósito que deja una amarga realidad. La Primera Dama deja su rol protagónico para, con toda humildad, pasar a formar parte del elenco del cómico Derbez y declarar que no les entiende a los chistes muy intelectuales. El señor Presidente de la República encara a una precarista en Mexicali que le reclama drenaje, le advierte que no le diga mentiroso y, luego, cínicamente, se burla de ella. El hombre más emblemático de la izquierda se dice víctima de un complot y asegura que, aun cuando tiene colaboradores, desconoce en realidad quiénes son éstos pero que, en todo caso, él es bien honesto. El senador de la República que cobra como representante popular y se enriquece como abogado particular se erige en autoridad moral sin mirarse en un espejo. La más popular ex lideresa de la izquierda vive en la casa del empresario que corrompió a su partido, se traslada en un coche que le obsequió él mismo, va y viene en el avión de ese amigo y, cuando su partido la llama a cuentas, ella llora en cuanta entrevista radiofónica se presenta, denuncia que es víctima de un grupo de caníbales que son sus compañeros e ignora olímpicamente el brutal daño provocado a su partido y al país.
El joven delegado de Tlalpan se cura en salud, confiesa haber recibido dinero de aquel empresario, aparece en un video embolsando ese dinero, lo echan de su partido y, él, asegura que no hizo nada malo y no ve por qué presentar su renuncia. El secretario de Gobernación que, por fortuna, guarda el recato de no disfrazarse de mariachi todos los días, exige pruebas de su involucramiento en el complot, siendo que un delegado del servicio de inteligencia que administra estuvo inmiscuido. En medio del espectáculo, el dirigente del partido ecologista salva su cuello, la exhibición de su manifiesta inclinación por el dinero se diluye y, como si su partido fuera una empresa privada de su personal propiedad, asegura que, si sale, sale muerto. La crónica de la semana es ésa y aun así, la clase política busca espacio en los medios informativos para exhibir su podredumbre, su mezquindad y su miseria, adjudicándosela a otro desde luego.
*** Ni la Convención Nacional Hacendaria, ni el debate sobre el espinoso asunto de las pensiones de los trabajadores del Seguro Social, ni el arranque del período ordinario del Congreso de la Unión donde supuestamente se verán de nuevo las Reformas Estructurales, ni el brutal giro en la política exterior que restriega contra el piso una política de principios, ni el imprevisto aumento del corto por parte del Banco de México, ni el estancamiento de la economía, ni la aparición de una muerta más en Ciudad Juárez, distrae a la clase política de su afán de arrastrar a la arena del desprestigio a quien se deje.
Nada, ningún asunto reviste importancia frente al concurso de pastelazos, zancadillas, lucha en lodo y cuatros en los que la clase política cifra la posibilidad de demostrar cómo el otro adversario es todavía más corrupto, más cínico, más imbécil que uno mismo. La gobernabilidad es nada, frente a la popularidad. ¿Para qué quieren debatir el derecho al voto de quienes expulsaron del país, si todo el empeño está puesto en vulnerar el voto de quienes no han logrado arrojar del territorio? ¿Para qué quieren debatir el derecho a la reelección en el Congreso, si del fuero han hecho una coraza de su impunidad y de la representación la posibilidad de hacer negocios?
¿Para qué plantean la reforma del poder, si su mayor esfuerzo está puesto en demostrar que ninguno de ellos puede? ¿Para qué quieren competir por el poder, si cuando están ahí no saben qué hacer con el poder? ¿Para qué pretenden ocupar posiciones de mando y decisión, si a la hora de decidir primero miden el efecto en su popularidad? ¿Para qué seguir hablando del valor de la alternancia, si las tres principales fuerzas políticas juegan a demostrar cuán parecidas son entre sí? ¿Cómo elegir, si no hay de dónde escoger?
*** Esas preguntas colocan en un predicamento, desde luego, a la democracia. Pero, en el fondo, quien está poniendo en un predicamento los valores de la democracia, de la transparencia, de la rendición de cuentas, de la alternancia es la clase política. A gritos con su compostura y descompostura, la clase política está convocando a la violencia, a la desestabilización y, por consecuencia, al autoritarismo. Esta vez, no podrá echarse mano del socorrido recurso y discurso de los agentes extranjeros, de los grupos subversivos, de los agentes desestabilizadores porque, justamente, quienes están jugando ese rol son precisamente quienes deberían convocar a la civilidad, al acuerdo, al diálogo productivo.
La élite política se ha convertido en un agente de desestabilización. Un Presidente de la República que no quiere presidir. Un jefe de Gobierno que piensa que su Gobierno no forma parte de su responsabilidad. Un par de mujeres que, en nombre de las mujeres, están haciendo un daño inconmesurable a la causa de las mujeres. Un senador que, pese a la brillantina de sus palabras, ha hecho de éstas un permanente ardid. Una colección de secretarios que no pueden asistir a quien se comprometieron a ayudar en la tarea de Gobierno. Un número considerable de representantes populares que no logran representarse ni a sí mismos. Claman que un escándalo encubra al anterior escándalo y ruegan que el próximo escándalo sea mayor y se desate en contra de su adversario para sobrevivir a él y, así, crecer. Crecer, es un decir. En realidad, se trata de destacar ligeramente sobre la enanización de sus pares. Eso es todo. Que el país haya perdido muchos años en su desarrollo, no significa que no pueda perder más. Esa es la lógica con la que actúan y, en esa lógica, muy poco les importa reordenar el debate y la agenda nacional. Peor todavía, las palabras renuncia al poder sólo las aplican si van a ser echados del poder. ¡Si me expulsan, renuncio! Esa es la divisa. Y lo que es peor, negocian las expulsiones y renuncias que, en el fondo, son actos extremos que no pueden entrarse a negociar. Pero hasta eso negocian.
La autocrítica es un vocablo desconocido en su lenguaje. Gustan más de la autovictimización como el argumento que les permite practicar el escapismo de su responsabilidad. Todos son víctimas de otros. Son víctimas de un complot, de una resistencia, de una incomprensión, de un linchamiento... Los profesionales del poder en México no son poderosos, son víctimas. Ninguno asume su responsabilidad, la endosa y, así, quieren que la ciudadanía los glorifique, les construya por adelantado su monumento y, desde luego, proyecte su ambición aunque todavía no concluya la irresponsabilidad que, de momento, ejercen.
*** Si ya había sido difícil sobrellevar los tres primeros años de este sexenio improductivo, los primeros setenta y tres días del año son ya insoportables. No ha habido una sola semana donde algún escándalo no suplante o entierre lo importante. Si antes lo urgente desplazaba a lo importante, ahora lo urgente se ha dejado de atender por el escándalo que satura al ambiente. Incluso en el escándalo en turno, cada vez es más claro que la denuncia de la corrupción muy lejos está del propósito de combatir a la corrupción. Más bien está cerca del afán de liquidar al adversario por la vía de agitar una bandera que, curiosamente, ni los acusados ni los acusadores pueden izar.
No importa el robo, el saqueo o la corrupción, lo que le importa a la clase política es no perder la oportunidad de utilizar la denuncia de esa práctica para vulnerar al contrario. Eso es todo. Protagonizan una obra de demolición. Es el único acuerdo que han logrado. El problema de seguir en esta lógica es que, por fuerza, la violencia terminará por tocar a la puerta del pleito por el poder.
No hay ningún secreto, ni ningún complot. Es pura lógica. Ahí está 1994 fresco en la memoria, aunque ahora muy pocos lo recuerden: de una serie de escándalos se pasó a la atmósfera propicia para desempolvar algún revólver. Hoy, hasta los nombres de las primeras víctimas se pueden deletrear pero, visto que ese es el juego de la clase política, a ella le toca pronunciarlos.
Lo más doloroso de lo que está ocurriendo es que a la ciudadanía le están robando hasta el derecho de castigar a los partidos en las urnas porque, como dice el título de este Sobreaviso, no hay ni a cuál irle. Sancionar con el voto a una fuerza política, exige tener una opción pero, por la forma en que se conducen la clase política y sus organizaciones, no hay opción. Son, valga la expresión, unos igualados. Y, entonces, la gran interrogante es lo que va ocurrir cuando, a fuerza de escándalos y golpes, las únicas urnas que se reconozcan sean las urnas fúnebres. A eso está jugando la élite política. Ahora que ya no se roban las urnas, las quieren cambiar por aquellas otras urnas. Ni a cuál irle en ese lúgubre concurso.