Hace unas cuantas semanas, el 23 de octubre, se preguntó cuánta sangre iba a acarrear el pleito por el poder que protagonizan los gobiernos Federal y capitalino. Se preguntó eso y también si Vicente Fox, Santiago Creel y Andrés Manuel López Obrador habían ya hecho un cálculo al respecto. Pues bien, van dos muertos. Dos muertos que, increíblemente, no saben ni cómo enterrar los jefes políticos de ambos gobiernos y que, sin embargo, quieren explotar de la mejor manera posible. Y es que a veces en la política, los muertos empiezan siendo una incomodidad pero, por lo general, terminan siendo muy útiles y rentables. Así se trata y explota a los muertos, cuando los políticos no tienen visión, conciencia ni sensibilidad. ¿Es descarnado y brutal decir lo anterior? Lo es. Es tan descarnado y brutal como el juego perverso en que se han insertado esos dos gobiernos y que deja a la ciudadanía boquiabierta, asombrada del cinismo con que se encara algo terrible. Algo, por lo demás, claramente perfilado en el horizonte desde hacía mucho tiempo: la violencia, producto de la degradación, la desconfianza, el desencuentro, la desesperanza y la división en que la élite política se empeña en hundir al país. El subinspector Víctor Mireles y el suboficial Cristóbal Bonilla, sin duda, jamás se imaginaron verse en medio de un juego de traiciones que les costaría la vida. Si sobrevive, Edgar Moreno quizá reconozca el nombre de ese juego perverso.
*** Sobreaviso, no hay engaño. Aquella pregunta se formuló porque, más allá de las razones profundas de la violencia social, la élite política venía y viene cargando de violencia la atmósfera. Impartiendo, desde el poder, lecciones de intolerancia y confrontación, de división y desencuentro, y, de ese modo, invitando a la violencia y promoviendo la barbarie. Entonces, cualquier incidente, cualquier chispa podría provocar un incendio. Claramente, se decía en aquella columna, era un absurdo que aquellos, los políticos, que deberían desazolvar y cuidar los canales institucionales de participación ciudadana, eran precisamente quienes los venían taponando y abandonando. “Se abanica el encono y el odio, y se trabaja -quedó escrito- a favor de la ruptura política.” Por eso, ahora, irrita que los funcionarios federales y locales pongan cara de asombro. No tienen otra cara que poner, pero el asombro en su rostro no tiene justificación alguna. Si no tenían conciencia de la atmósfera que venían generando, más de una vez se les advirtió. Por eso, irrita su asombro y enfada que a los muertos del martes, los quieran tomar como una ficha más de su juego.
*** Es cierto que la violencia social es de muy difícil interpretación y explicación. Hay estudios sociológicos, psicosociales y antropológicos que exploran cómo, de pronto, un poblador común y corriente puede convertirse en una homicida tumultuario, cómo una turba puede segar vidas como si nada. Encontrar las raíces profundas de fenómenos como el de la noche del martes, no es cosa sencilla por todas las variables coyunturales y estructurales, individuales y sociales que influyen en un evento de esa índole y naturaleza. Eso es cierto, pero también lo es que mucho se pudo y se puede hacer para evitar generar esas atmósferas donde al grito de la vida no vale nada, una simple sospecha sobre “el otro” se convierte en la justificación para arrebatarle la vida. Esa es la omisión mayor cometida por la élite política. Un día sí y otro también subrayan sus diferencias y borran sus coincidencias, vulneran el diálogo y traicionan los acuerdos, abandonan las formas civilizadas de la política y, así, van dando lecciones de intolerancia. Todo eso se pudo y se debe dejar de hacer. Esas variables sí son controlables pero, en el pleito por el poder, la élite política las ha abandonado bajo la peregrina idea de que ese pleito no se trasmina hacia a la sociedad. La evidencia es que sí se trasmina ese pleito y que, cuando los ciudadanos pierden la confianza en quienes los representan y en la autoridad, la convivencia civilizada se convierte en un problema de sobrevivencia individual. El otro no importa, importa uno y nada más.
*** Pueden los personeros del Gobierno Federal y local echar mano de cualquier argumento para explicar lo que pasó en Tláhuac, pero lo que no pueden ocultar es todo lo que han hecho y han dejado de hacer para abrirle la puerta a la violencia. Por acción y omisión, son promotores de la barbarie y la violencia. Aun ahora, después de lo ocurrido la noche del martes, siguen en el carril de la confrontación, de la revancha, del encono, del odio... y del imperdonable afán de sacar provecho de los muertos. Ahí está el senador Diego Fernández de Cevallos gritándole imbécil a Andrés Manuel López Obrador. Ahí está Andrés Manuel López Obrador insistiendo en que, ante el derecho y la justicia, él siempre estará del lado de la justicia sin importarle el derecho, y alentando así justamente lo que debería deplorar. Ahí está el presidente Vicente Fox buscando la foto con el sobreviviente y ordenando el traslado del mismo del hospital de Xoco al Hospital Militar, dejando ver cómo dispone de una vida ajena. Y haciendo sentir que, siendo un funcionario federal, de ningún modo podría poner un pie en un hospital del Gobierno capitalino. Ahí está la diputación local del PAN tratando de sacar raja de los muertos para ver si, apoyándose en los cadáveres, le bajan puntos de popularidad al jefe del Gobierno capitalino. Y ahí está la diputación local del PRD, jugando a encubrir las evidentes omisiones cometidas por sus compañeros de partido. Ahí está el PRI regocijándose de la oportunidad que le deja la ruina política de la alternancia en la capital y la República. Ahí está Cuauhtémoc Cárdenas convirtiendo la solidaridad en mezquindad con sus compañeros, viendo si la desgracia política es para él una gran oportunidad. Ahí está Santiago Creel tratando de caminar pegado a la pared para que nadie lo vea en este asunto, aunque Felipe Calderón no le quita el ojo de encima. Ahí está el crimen organizado y desorganizado muerto de la risa frente al espacio que le deja el desentendimiento de la clase política, viendo cómo su actuación confronta a los cuerpos de seguridad que deberían trabajar como un solo cuerpo y viendo cómo, en la confusión, los cuerpos de seguridad cargan contra los pobladores, dejando el campo libre y abierto a la delincuencia. Todo indica que dos muertos no son suficientes. ¿Cuántos más necesita la élite política para reaccionar con seriedad? ¿Cuánta sangre debe correr, si la derramada no es suficiente?
*** En el ojo del huracán están los secretarios de Seguridad Pública, Marcelo Ebrard y Ramón Martín Huerta. Ambos aprendieron bien rápido que, en circunstancias tan difíciles como las de la noche del martes, lo más recomendable es no hacer nada y, luego, tratar de endosar la factura de su propia irresponsabilidad al otro. Ambos saben que son los fusibles del uso de la fuerza pública que comandan pero, como sus jefes han hecho del ejercicio de la autoridad y del uso legítimo de la fuerza un fetiche, lo mejor es no hacer nada diciendo que se hizo todo cuanto se pudo hacer. Se les llena la boca a Vicente Fox y a Andrés Manuel López Obrador asegurando que su respectivo Gobierno no es represivo y, en la terrible confusión e ignorancia de lo que es el Estado de Derecho y lo que es la autoridad y el autoritarismo, renuncian de antemano a hacer uso legítimo de la fuerza pública. O, bajo el argumento de que pudo ser peor hacer algo, invariablemente optan por no hacer nada, dejando a sus lugartenientes el problema de fondo. No hay órdenes, no hay decisiones... Creen que sus manos están limpias de sangre, nomás que no saben cómo enterrar a los muertos. Lo lamentable del caso de Marcelo Ebrard y Ramón Martín Huerta es que se trata de dos cuadros políticos inteligentes y creativos pero que, ahora, se ven arrastrados por la forma en que sus jefes llevan la política. Y, entonces, se insertan en el concurso de ver a quién cesan primero por su negligencia. Pero, obviamente, por la cabeza de Fox y López Obrador ni por asomo aparece la idea de cesar a sus colaboradores. Sería dar muestra de debilidad y, entonces, prefieren llevarse el problema por la vía de la autovictimización y de endosarle al otro la factura de la omisión. Por eso, dos cuadros inteligentes son capaces de argumentar que no hicieron nada porque había mucho tráfico, porque los helicópteros podrían ser derribados de una pedrada, porque no era de su competencia el linchamiento, porque...
*** Como suele ocurrir, el subinspector Víctor Mireles y el suboficial Cristóbal Bonilla fueron víctimas más de una vez. Víctimas de una turba que los linchó y quemó. Víctimas de la traición de sus propios compañeros metropolitanos y federales. Víctimas de sus mandos que los dejaron morir, por estar atenazados por la indecisión de sus jefes. Víctimas de la élite política que usa sus cuerpos como ariete para golpear al adversario correspondiente. Víctimas de una atmósfera que cada vez resulta más peligrosa e irrespirable. Imaginar que Vicente Fox y Andrés Manuel López Obrador acudieran juntos al sepelio de esos oficiales de la Policía Federal Preventiva para reconocer que hay unidad en cuestiones fundamentales o que acudieran juntos a la plaza de San Juan Ixtayopan para dejar constancia de que hay Gobierno en la capital y el país y que se distingue a la ciudadanía de las turbas, es punto menos que imposible. Esa era la verdadera oportunidad que ofrecía la tragedia, pero de nuevo se perdió. Se optó por el oportunismo. Se perdió aquella porque, a pesar de su cara de asombro, se mantienen en la ruta de la confrontación que divide de más en más al país y hunde en la desesperanza a la población. Por eso, vale de nuevo preguntar: ¿Cuánta sangre habrá de correr? ¿Cuál es el cálculo que han hecho al respecto?