El 12 de diciembre de 1940, Jesús Silva-Herzog, director de la Escuela Nacional de Economía de la UNAM pidió a Alfonso Reyes que el Colegio de México, presidido por éste, pagara la contratación de Víctor L. Urquidi —y de Josué Sáenz— para que enseñara en aquel plantel universitario.
Recién llegados, tras sus estudios en la London School of Economics, a Silva-Herzog le pareció que “sería una interesante experiencia que estas dos personas impartieran una clase de teoría económica a un número reducido de alumnos...puesto que significaría llevar un pensamiento nuevo en varios aspectos a los estudiantes del plantel educativo a mi cargo.”
Con generosidad paralela a la de Silva Herzog, Reyes acordó de inmediato el pago de 120 pesos mensuales para cada uno de los profesores formados en Inglaterra. De ese modo se repatrió a México Urquidi, que tras enseñar Comercio internacional a las siete de la mañana en el local universitario de la calle de Cuba, caminaba unas cuadras al poniente para desempeñar su primer cargo en el Banco de México. A sus veintiún años, Urquidi comenzaba propiamente su vida mexicana.
Nacido el tres de mayo de 1919 en las inmediaciones de París —su padre, el ingeniero Juan Francisco Urquidi, casado con Beatrice Mary Bingham, era diplomático—, el después brillante constructor de instituciones vivió una niñez y una adolescencia trashumante, en razón del oficio paterno. En 1937 se asentó en Londres, para sus estudios profesionales y tres años más tarde, como queda dicho, comenzó su larga vida al servicio de instituciones públicas en México.
Lo hizo hasta el lunes pasado, cuando murió. Como asesor en ambos lugares, o como cabeza del grupo Hacienda-Banco de México, Urquidi creó mecanismos y realizó estudios que contribuyeron al progreso de la economía mexicana. En su memoria sobre el desarrollo estabilizador, Antonio Ortiz Mena lo recuerda presidiendo aquel grupo que a partir de 1960 “se abocó a desarrollar un programa de política agrícola. En particular se buscaba promover el potencial exportador de productos del campo”. Ortiz Mena lo hizo participar también en un proyecto de reforma fiscal, hacia 1961 y poco después en el que fructificó en el reparto a los trabajadores de una porción de las utilidades de las empresas.
Al mismo tiempo, Urquidi enseñaba en el Colegio de México. Muy próximo a quien entonces lo presidía, Daniel Cosío Villegas, en años anteriores lo había acompañado a sus misiones en el Ecosoc (el Consejo de las Naciones Unidas para el desarrollo económico y social). En 1963, don Daniel lo puso a cargo del naciente centro de estudios demográficos, que eran ya una de las especialidades de Urquidi.
Fue natural tres años más tarde que “el hijo intelectual preferido de Cosío”, como escribió Enrique Krauze, se convirtiera en el cuarto presidente del Colegio de México, después de Reyes, Cosío Villegas y Silvio Zavala. Permanecería en ese cargo más tiempo que nadie, 19 años, de 1966 a 1985. Su energía y su talento, la firmeza de sus determinaciones le permitieron hacer crecer y transformar al Colmex.
Físicamente, pudo ponerle domicilio nuevo, lejos de las casonas de la colonia Roma donde comenzó sus trabajos. Al pie de Ajusco, entre los muros diseñados por Teodoro González de León y Abraham Zabludovsky, el Colegio se enriqueció con un mayor número de alumnos y de profesores-investigadores, que participaban en cada vez más disciplinas y centros y publicaban cada vez en más revistas de la institución. Con sus auspicios y dirigidos por antiguos miembros del Colmex, nacieron a su imagen y semejanza colegios en Michoacán, Jalisco, Sonora, Puebla.
Su Gobierno fue percibido como un reinado, de que muchos se gloriaron y otros padecieron. En 1980 la idílica tranquilidad de la academia se rompió al agruparse el personal en organizaciones sindicales y llegar a la huelga en pos de su reconocimiento y las negociaciones consecuentes.
“Urquidi enfrentó la situación en el Colegio como mejor lo entendió”, escribió ayer Roberto Blancarte, entonces joven estudiante que apoyó la colocación de las banderas rojinegras. “Algunos dirigentes de la institución nunca me perdonaron tal acción —añade el ahora reputado estudioso de religiones e iglesias—; eran los tiempos del priismo omnipresente y de la Presidencia imperial. Así que quienes cuestionaban el estado de cosas no eran bien vistos.
Nunca fue el caso de Víctor Urquidi. Él simple y sencillamente estaba por encima de esos asuntos. A él le preocupaba genuinamente la institución y el avance de las ciencias sociales en el país, para beneficio de los mexicanos”. Urquidi acudió a su cubículo del Colegio aun después de ser presidente y declarado profesor emérito.
Fue siempre un animador de discusiones. Federico Reyes Heroles recordó hace apenas dos semanas que en ese afán Urquidi fundó el Centro Tepoztlán: “Se trata de una aula de materiales prefabricados pintada de colores vivos en la cual Víctor reúne desde hace décadas a especialistas, académicos y a veces también a políticos a discutir temas relevantes”. A sus 85 años, Urquidi aceptó hace algunas semanas una reunión en torno suyo, en el Colegio que contribuyó a fortalecer. Fue una suerte de oportuno homenaje —si bien rehuyó que se le considerara así— a su magisterio, a su persistencia, a su visión para percibir problemas, plantearlos y proponer soluciones.
“La lección de este gran pionero —resumió Reyes Heroles— está allí: estudiar, conocer y razonar sin concesiones”.