Ante los escándalos del poder en México, el pesimismo dice que todo sigue igual. Ante los cambios necesarios, lamenta la impotencia de la antigua oposición, hoy en el poder. Pero los escándalos y la impotencia dicen lo contrario: que el poder ya no es el mismo. Ha perdido capacidad de secreto, aunque se resiste a la transparencia. Ha perdido piramidación, aunque todavía no sabe organizarse con otro tipo de consenso.
Que los políticos estén obsesionados por las candidaturas, las chambas y sus prerrogativas, como si el país existiera para hacer nombramientos y elecciones, es un triste espectáculo (antes prohibido, por el disimulo institucional). Como si fuera poco, al destape de los medios y el aspirantismo de los que buscan más poder (en vez de aprovechar el que tienen para dar mejor servicio público), se suma que los antiguos partidos de oposición y sus Gobiernos han resultado ineptos o irresponsables en la selección de personal. Pero, como dicen los rancheros, con esos bueyes hay que arar. Lo importante es que se sepa cómo llegan al poder y cómo lo ejercen, para que las ambiciones se encaucen de manera socialmente útil.
Mucha gente decente y competente se atonta cuando llega al poder. Se deja arrastrar por la locura retratada en el dicho: “El que nunca ha tenido y llega a tener, loco se quiere volver”. Otros no son decentes ni competentes, pero sí taimados para subir y ocultar sus errores y fechorías. En ambos casos, cuando empieza a notarse que las cosas andan mal, la primera reacción de los partidos y las autoridades es encubrir y justificar. La “institucionalidad”, el parentesco, la amistad, las afinidades, las alianzas, ya no se diga la lucha por el poder, hacen casi imposible que las autoridades eliminen su propia corrupción. Tiene que haber acción externa.
Para eso se inventaron las elecciones, las auditorías ciudadanas, la rendición de cuentas, la destitución y hasta el destierro, en la democracia griega. Para eso se inventaron la división de poderes, el principio de transparencia y la prensa en el siglo XVIII, la sociedad puede encargar a sus gobernantes el Gobierno, pero no que se vigilen a sí mismos. Cuando no hay más vigilancia que la suya, desaparece todo error y todo abuso: sólo hay orden, progreso y felicidad.
Es un avance (no una desgracia) que ahora muchas cosas salgan a relucir, gracias a que el poder se fragmentó y los fragmentos combaten entre sí. También es útil la organización de dependencias que se vigilan unas a otras. Pero no basta porque la tradición es que se tapen las unas a las otras. La vigilancia última de la sociedad es, finalmente, indelegable. Cada ciudadano (civilizadamente, con ánimo de apoyo a las autoridades y ganas de que lo hagan bien) debe asumir que las autoridades están para hacerle los mandados, no al revés. Esto es, literalmente, la democracia. Y, para hacerla efectiva cotidianamente, se necesitan mecanismos externos que permitan cualquier ciudadano vigilar, proponer y denunciar.
Supuestamente existen. Las autoridades demagógicamente, siempre están pidiendo opiniones sugerencias, quejas y denuncias. Hasta hacen campañas para culpabilizar a los ciudadanos, que no participan en la lucha contra la corrupción. Es un truco perfecto para que no se quejen, ni se metan. La gente sabe, por experiencia, que recurrir a las autoridades para sugerir mejoras, presentar quejas o exigir justicia contra las mismas autoridades es perder el tiempo, en el mejor de los casos y en el peor, exponerse a represalias. La desconfianza en las policías, contralorías, procuradurías y tribunales tiene fundamento.
La vigilancia desde afuera debería concentrarse en los que vigilan adentro: contralores, agentes del ministerio público, procuradores, jueces. Esto daría a la vigilancia externa un efecto multiplicado por el mejoramiento de la vigilancia interna. El sistema judicial tiene mecanismos de selección, evaluación, promoción y destitución de jueces. Pero ¿quién vigila desde afuera la eficacia de estos mecanismos? Los agentes del ministerio público se quejan de las sentencias de los jueces y éstos se quejan de lo mal armadas que llegan las acusaciones. Por ahí se cuelan infinitas injusticias que el poder impune comete legalmente, mientras unos y otros se lavan las manos. Urge poner ahí reflectores externos: por ejemplo: equipos de abogados voluntarios dedicados a documentar y calificar, caso por caso, lo inepto o sospechoso del trabajo de cada agente del ministerio público y cada juez.
Hay muchas formas de avanzar democráticamente por el simple hecho de observar el poder y acumular información irrefutable. El pesimismo se equivoca al suponer que una mejor información pública sale sobrando, porque todo va a seguir igual.