La pregunta es si Rusia logrará consolidar su proceso de modernización económica, aprovechar las ventajas de su creciente presencia en los mercados internacionales y su inminente incorporación en la Organización Mundial de Comercio. Como México, Rusia optó en los noventa por la apertura y la modernización; a diferencia nuestra, parece haber encontrado un camino más certero para lograrla.
India es otra historia de contrastes. Por años, India vivió una era de estancamiento aparentemente sin fin. País de enormes dimensiones y una población que acaba de rebasar los mil millones, ha conseguido mantener un régimen democrático por más de medio siglo, lo que no se tradujo en progreso económico. Sin embargo, súbitamente, en los últimos años, comenzó una verdadera transformación económica. Al inicio de los noventa, luego de la derrota del Partido del Congreso (el equivalente al PRI), una coalición de partidos de oposición, encabezada por el BJP, un partido nacionalista, lanzó una iniciativa de reforma económica que, en buena medida, rompía con todo lo que ese partido había sostenido por décadas. Al emprender un proceso de desregulación, disminuir el gasto público, liberalizar las importaciones, comienza a surgir en India una pujante economía que había sido artificialmente obstaculizada por años y años. Contra toda expectativa, el BJP, que esperaba ganar su reelección hace unos cuantos meses, fue derrotado por un electorado esencialmente rural que reclama una mejoría equivalente a la experimentada por los habitantes urbanos. El partido del Congreso retorna al Gobierno y para sorpresa de todos, elige al arquitecto de las reformas económicas al inicio de los noventa para encabezar al nuevo Gobierno. Cambió el partido en el Gobierno pero las reformas económicas continúan. El nuevo primer ministro, Manmohan Singh, ha ofrecido atender los reclamos del electorado a través de una intensificación de las reformas económicas. Es decir, la solución para los perdedores hindúes es hacerlos ganadores, no asegurar que toda la población del país pierda, como se pretende en otras latitudes.
Europa se encuentra también en disputa por su futuro. Como resultado natural de su proceso de integración que comenzó hace ya más de cincuenta años y que ahora incluye a ocho naciones que por décadas vivieron bajo el yugo soviético, le llegó el momento de definir el tipo de estructura soberana que quieren construir. Algunos quieren avanzar hacia la integración política, en tanto que otros prefieren una integración parcial que no constituya una afronta a su soberanía en lo elemental. Luego de años de debates, el euro entró en operación, creando con ello dos zonas muy claramente diferenciadas: la de quienes están adentro y quienes quedaron fuera.
En la agenda política europea hay debates que fluctúan entre lo relativamente trivial (como podría ser, por ejemplo, el que todas las exportaciones europeas consignen el ?Made in Europe?, cosa que los alemanes rechazan de manera tajante, pues estiman que ?Made in Germany? representa una ventaja comparativa excepcional) y lo fundamental (la firma de una nueva constitución). El proyecto de constitución que produjo la comisión encabezada por el ex presidente francés Valery Giscard d?Estaign, constituye una amalgama de todos los acuerdos y documentos que fueron adoptados por la Comunidad Europea a lo largo de los años. Los críticos del proyecto sostienen que si se pretende crear una nueva nación, el modelo a seguir debería ser el norteamericano, que en 1787 adoptó una constitución que partía de los derechos individuales. A propósito e inspirada por este modelo, la revista The Economist publicó un proyecto de constitución de tres o cuatro páginas, en contaste con las centenas que contiene el proyecto de Giscard. Quienes apoyan el proyecto afirman que no podía ser de otra forma, pues es imposible comenzar de cero y no construir sobre lo existente. La pregunta para Europa es si actualizará el pasado o construirá el futuro. Independientemente de cómo resuelvan su debate constitucional, la visión de triunfo determinará en buena medida el éxito no sólo de su economía, sino del proyecto continental.
En México estamos a la mitad del camino. En contraste con Rusia, hemos avanzado hacia el debilitamiento de las estructuras políticas tradicionales, pero sin construir un esquema institucional que permita el desarrollo de un Gobierno efectivo y funcional para la toma de decisiones, en un entorno de rendición de cuentas que no se convierta en un obstáculo para el desarrollo. En contraste con India, hemos dejado que las disputas políticas paralicen a la economía e impidan que siga adelante en su desarrollo. No sólo las reformas que serían necesarias para transformar al país duermen el sueño de los justos y no terminan por enmendar los errores del pasado, sino que se deja que rencillas personales e intereses partidistas y sindicales socaven los derechos del conjunto de la población. A semejanza de Europa, hemos perdido el rumbo y no sabemos cuál es el mejor camino para salir del atolladero.
En lugar de procurar mecanismos pragmáticos -como podría ser compartir el poder y desarrollar instrumentos que faciliten negociaciones entre partidos para ceder en unas cosas y ganar en otras, todo ello como parte de la normalidad democrática que permite soluciones creativas-, el Gobierno y los partidos se empeñan en obstaculizarse mutuamente. Sólo en México los políticos ven al mundo con los ojos de la suma cero, es decir, lo que uno gana lo pierde el otro, como si estuviéramos en un mundo distinto al del resto.
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