Evangelio según Lucas Skywalker
Con la Epifanía, hace unos días, ha terminado la temporada de regalos y ahora tenemos que enfrentarnos a las consecuencias… no sólo de lo que dimos (¡espérense al saldo de la tarjeta a fin de mes!) sino de lo que recibimos (¿Cómo usar esa corbata espantosa sin ofender al resto de la Humanidad que NO nos la regaló?) Y por lo tanto, a cuestionarnos sobre ese extraño ritual consistente en el regalar.
Y es que el regalo, como el arte, está en el ojo del espectador. En este caso, del regalado. Y como en el arte, los criterios que operan a la hora de seleccionar lo que se entrega, con frecuencia nos hacen preguntarnos sobre la salud mental del desprendido. Si en gustos se rompen géneros, en los gustos para regalar se rompen hasta las máquinas que hacen los géneros. La mentalidad del regalador, incluso cuando uno cumple esa función, es un territorio ignoto, difícil de entender y descifrar. Además, no necesariamente tiene que ver con la capacidad económica: los ricos suelen errar miserablemente el blanco tanto como los Sobrevivientes de los Saldos. Ello constituye un pensamiento muy frecuente mientras sopesamos unos calcetines cuasitransparentes y de consistencia gelatinosa, rodeados de envolturas desgarradas.
Quizá la primera vez en la vida que hicimos tan sesudas reflexiones fue, precisamente, allá cuando en la niñez nos contaron la historia de los Reyes Magos. ¿Qué tenían en la cabeza esos sabios señores? ¿Sufrían de camello-lag después de tan larga travesía? ¿Agarraron lo primero que hallaron en la tienda de souvenirs de la Terminal de Elefantes de Belén? ¿Qué rayos quieren que haga un Niño (por muy Dios que sea) con incienso y mirra (lo del oro quizá tenía cierta lógica)?
La historia de los Reyes Magos refleja no sólo cómo los gustos de quien regala han sido impredecibles toda la historia. Sino también que tradicionalmente los regalos reflejan lo que se entiende por riqueza, refinamiento y exquisitez en una época… que no son lo mismo que en otra. En este caso, la verdad, Melchor, Gaspar y Baltasar se vieron espléndidos… para los estándares de hace veinte siglos.
Quienes de niños (y adultos) se cuestionan el valor de una sustancia humosa y medio sofocante que sólo han olido en misa de difuntos, es que no han estado en una tienda en medio del desierto rodeados de beduinos que no se han bajado del camello en tres días y quienes no se han bañado ni una vez en su vida. Ésa era la importancia del incienso en una época en que aún no se había desarrollado la industria perfumera (ni los menjurjes avalados por las gemelas Olsen, como ventaja) y en que la convivencia social a nivel olfativo con frecuencia resultaba toda una prueba de reality show. La mirra jugaba un papel semejante. Además de que, por supuesto, a esas plantas se les atribuían propiedades purificadoras, medicinales, mágicas y de conservación. Por algo eran productos muy redituables en los activos mercados del Oriente Medio en la época del temprano Imperio Romano. Así que los Reyes Magos, lo que sea, no se vieron tan mal. Simplemente recurrieron a lo que entonces era caro y pípirisnais.
Parámetros que, como decíamos, van cambiando con el tiempo. Y que, con frecuencia, deforman nuestra percepción del pasado.
Algo que habría de tenerse siempre en cuenta, es que cada cosa tiene el valor que el hombre le da. Nada es caro ni barato por naturaleza, sino que ello depende de la facilidad o dificultad con que un objeto cualquiera puede satisfacer una necesidad. Y claro, si la necesidad no existe, o es fácilmente satisfecha, el objeto no tendrá un valor muy alto. En cambio, si existe un deseo real por algo escaso o raro, entonces su valor se elevará. Es lo que se conoce como la Ley de la Oferta y la Demanda, tan simple que hasta los economistas la entienden (bueno… algunos). Y ella conduce a comportamientos que, siendo normales en una era, en otra se consideran bizarros.
Algo que ya comenté hace tiempo en este espacio: cuando europeos y aborígenes se encontraron en esta bendita América a principios del siglo XVI y se dio el trueque de oro por espejitos, cada grupo consideró que estaba estafando al otro. Los españoles estaban encantados de adquirir un metal que era sumamente apreciado en Europa, pero no precisamente porque fuera muy útil. El oro no sirve para hacer herramientas ni armas. Los europeos lo amaban fervorosamente porque era maleable, dúctil, resistente al óxido, la corrosión y los ácidos, y escaso: esto es, perfecto para hacerlo moneda y convertirlo en mecanismo de intercambio. Cuando vieron que para los indios era un material como cualquier otro, tanto que con él hacían vasijas de uso diario, dijeron “de aquí soy” y se aprestaron a apropiarse a como diera lugar de una riqueza que no era tal para los indios. Además y después de todo, éstos lo extraían mediante el muy primitivo sistema de lavar mineral en los ríos: o sea, con cero tecnología y sin mucho valor agregado.
Los indígenas, a su vez, no podían creer que por las vajillas corris que estaban haciendo cola para un roperazo (porque eso eran los utensilios de oro) los españoles entregaran productos con tecnología de punta, que eso constituían las cuentas de vidrio y los famosos espejitos en el siglo XVI. En América nadie se había acercado siquiera a un proceso como el del azogue de mercurio para fabricarlos: representaban siglos de conocimiento y know-how, que los indígenas podían conseguir a cambio de algo ¡que sacaban de los ríos! Si se fijan, quienes estaban obteniendo la mejor parte del trato eran los indios. Claro, cuando a los hispanos les salía lo iracundo, impaciente y extremeño, no había trato sino maltrato. Pero el intercambio favorecía notoriamente a los no europeos.
Que por lo mismo no entendían la sed de oro de los conquistadores. ¿Quién mata y muere por el inventario del Tupperware? ¿Quién tortura para obtener los ceniceros robados de un hotel de tres estrellas? Aquello no tenía pies ni cabeza.
Hoy que tenemos medios más simples, baratos y eficientes de realizar intercambio (billetes, tarjetas), el oro es muchísimo menos apreciado. Ya casi no existe de forma amonedada… no sólo por lo incómodo de andar cargando y teniendo que andar mordiendo doblones a cada rato… sino porque tendería a devaluarse. A principios del Siglo XXI, la mayor parte de la producción áurea del mundo termina convertida en símbolos de opresión: el 80 por ciento se destina a argollas matrimoniales. El resto se utiliza en joyería y para recubrir CD’s. Sigue siendo valioso; pero los que saben, prefieren tener acciones de empresas de alta tecnología… que su peso en oro.
Otro ejemplo: el petróleo era visto como una monserga en aquellos países en donde salía en vez de agua. Era un producto natural sucio, pegajoso, maloliente y que, para colmo, no resultaba muy útil como combustible: despedía demasiado humo y duraba muy poco, en relación con los aceites vegetales. Sólo cuando un boticario polaco inventó el proceso de refinación en el siglo XIX y el motor de combustión interna le encontró provecho, el petróleo se volvió un producto apreciadísimo. Antes de eso, ni quién le echara un lazo.
Total, que algunas cosas por las que antes se mataba medio mundo, hoy son de lo más común. Como de repente puede ocurrir que lo que era muy normal y hasta despreciado, puede elevar su valor de la noche a la mañana.
Por cierto: si la tecnología solar da el brinco que hemos estado esperando desde hace tres década, y se convierte en el futuro energético de la Humanidad, las regiones más disputadas del planeta podrían ser aquellas de suelo plano, con mucho sol, pocas lluvias y en temporadas cortas (de preferencia cuando hay feria), tolvaneras ocasionales… Gulp. ¿Les gustaría que La Laguna fuera la Arabia Saudita de 2050?
Consejo no pedido para sentirse dorado: Lean la estrujante novela “Un millonario inocente”, de Stephen Vizinczey, sobre la sed de oro en pleno siglo XX; y vean “El hombre de papel” (1963), de Ismael Rodríguez, con Ignacio López Tarso, acerca del valor relativo de un billete. Provecho.
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