Para muchos de nosotros, nacidos al término de la Segunda Guerra Mundial, existe un antes y un después para referirnos a la década de los años sesenta. En apariencia éramos una generación que no tenía problemas particulares, aunque sí un deseo impostergable por cambiar el mundo. Testigos, luego defensores de la revolución cubana y años más tarde fieles admiradores del Che Guevara, fuimos marcados por una extraña y cruenta guerra, hasta ahora inexplicable, que libraron los Estados Unidos en Vietnam, pequeño y lejano país del sudeste asiático.
Centenares de miles de jóvenes –obligados, más que convencidos– fueron enviados hacia aquel rincón de Asia para participar en una guerra que jamás fue declarada y que, definitivamente, no contó con la simpatía de nadie; que despertó la violencia en las universidades para quemar las cartillas de reclutamiento militar; que durante años y por todos los medios intentaron convencernos que se estaban defendiendo los intereses de la democracia, cuando en realidad –como históricamente ha sucedido– sólo estaban protegiendo férreamente sus propios intereses.
Para los que nacimos en los cuarenta surgían muchas preguntas a las que no encontramos una respuesta:
¿Cómo podíamos explicarnos, en aquellos años, que un país tan frágil como Vietnam hiciera temblar a la poderosa economía estadounidense?
¿Cómo podíamos aceptar, sin que nos embargara el asombro y la indignación, la increíble dosis de violencia causada al pueblo vietnamita en desigual batalla?
¿A qué obedeció que la aviación norteamericana haya convertido las zonas habitacionales en objetivos militares?
Resultaba entonces casi fantasioso concebir a un piloto norteamericano, de éstos que acostumbra presentarnos como héroes de película el aparato hollywoodense, atacando un hospital o una aldea, con el objetivo claro e irrefrenable de no dejar el menor vestigio de lo que antes eran presas, escuelas, iglesias, monumentos culturales e históricos.
Una guerra que ya causaba entonces nuestro pasmo por el uso en forma indiscriminada de las sustancias tóxicas, cuyos efectos dañinos perduran aún en sus habitantes y sobre la producción agrícola vietnamita, es hoy, por cierto, receptor de la ayuda estadounidense para recuperarse precisamente de la agresión de los que ahora se convierten en sus oportunos salvadores. Sí, en efecto, el uso del napalm contra la población civil fue un logrado producto del avance tecnológico estadounidense. Su uso destruyó no sólo la vida de los vietnamitas, también la de una generación de norteamericanos que murieron en batalla y en el caso de los sobrevivientes, la batalla psicológica en el intento por olvidar aquel infierno. Una guerra en la que la imagen de los norteamericanos –bonachones y humanitarios– resultó dañada de tal manera que hoy resulta difícil recordarla sin que los propios yanquis reconozcan su inutilidad e invaluable costo social; una guerra, pues, cuya derrota permeó –aún lo hace– el ánimo de toda su población, habituada a disfrutar de las mieles del triunfo.
A su regreso, la realidad de la guerra de Vietnam enfrentó, también, a los soldados estadounidenses al rechazo de una sociedad que ya había rendido emotivos homenajes a los que lucharon en dos guerras mundiales.
La historia de los Estados Unidos transcurre oscurecida, luego de este episodio, por una imborrable sombra que pone en entredicho la propia moral del país entero. De suerte tal que los veteranos, a pesar de sus sufrimientos, se mantendrán en el olvido que les depara su participación en un suceso que no honra a su país y que quedó plasmado por las cámaras de la televisión. Pudimos observar a través de las pantallas cómo miles de niños, mujeres y campesinos fueron aniquilados por su presunta filiación comunista; todo ello en una embestida del Gobierno estadounidense que olvidó su papel de salvaguarda de los derechos humanos.
Una generación de jóvenes herida internamente, fundida en el amor y paz, el rock and roll, la muerte de los Kennedy, de Martin Luther King; muchachos que sucumbieron en el falso sueño de las drogas y se convirtieron en pacifistas que esquivaban a los soldados ofreciéndoles una flor. Tiempos en los que se formaron las primeras familias de hippies, que pregonaban su derecho a cuestionar los cánones sociales y políticos, escudados en la no-violencia, en una franca rebeldía frente a una sociedad radical, autoritaria y sin esperanzas.
Hoy la defensa de los intereses norteamericanos se da en otros escenarios. Los gastos en armamento han crecido de manera alarmante, sin que las vidas humanas que se ponen en juego sean tomadas en cuenta, ello por el mismo afán de mantener el control de los mercados que les generan mayores ganancias. En eso la moral tan rígida, hoy aplicada de manera inmisericorde a Clinton, para la causa de la fidelidad conyugal, continúa siendo, sin embargo, más flexible cuando se trata de conservar sus propios cotos de poder político y económico.
Es esa misma moral con la que justifican bloqueos como los aplicados a Irán y Cuba, en los que privilegian razonamientos políticos que podemos compartir, pero en los que la población infantil se ve privada de alimentos y medicinas, siendo totalmente ajena a las ideologías que sustentan dichos razonamientos, muy a pesar de los vanos intentos desarrollados por los organismos internacionales para la defensa de la población infantil.
Si bien los conflictos en los sesenta llenaban los periódicos todos los días, ahora nuestra juventud sólo tiene que permanecer en un sofá, cómodamente sentada, observando las luchas a través de la televisión en el mismo instante en que se producen, como si fueran ajenas, imprecisas y lejanas, sin saber hoy, como entonces tampoco lo supimos, qué originó esa guerra, su verdadero trasfondo y lo que legítimamente se reclama. Sin conocer tampoco la dimensión de los enfrentamientos y sus consecuencias más directas graves, en una población formada por seres que, donde quiera que se encuentren, son también nuestros hermanos.