Cuando Donald Beardslee cometió en 1981 el asesinato de dos mujeres en condiciones por demás violentas e inhumanas, jamás se imaginó que a la vuelta de 24 años sería ejecutado a través de una inyección letal.
Beardslee es el primer ejecutado en California en tres años y el número 11 desde 1978 cuando se restauró la pena de muerte en dicha Entidad.
En California, como en otros estados de la Unión Americana, son cientos los condenados a la pena capital, pero son muy pocos los que llegan a sufrir la máxima sentencia.
En México la pena de muerte fue abolida hace varias décadas por dos razones básicas: por inhumana y porque se ha comprobado que no ayuda a reducir el índice de delitos graves.
Efectivamente, como ocurrió con Beardslee, en la mayor parte de los crímenes de alta envergadura los delincuentes no piensan en las consecuencias y menos en la posibilidad de ser arrestados y condenados a la pena capital.
Sin embargo, en ciertos casos este escarmiento produce una sensación de tranquilidad en la sociedad al saber que ese delincuente jamás podrá cometer una atrocidad similar.
En 1957, en Hermosillo, Sonora, José Rosario Zamarripa y Francisco Ruiz Corrales fueron los últimos delincuentes en ser fusilados en México.
Ambos abusaron sexualmente y asesinaron a dos menores, delitos que habían enardecido a la sociedad sonorense.
En medio de las frías paredes de la vieja Penitenciaría Estatal, ubicada en las faldas del Cerro de la Campana, quedaron los cuerpos sin vida de aquellos dos sátiros muertos a balazos por un pelotón de la policía estatal.
Surgieron en aquel entonces voces muy críticas por la ejecución, pero transcurrieron por lo menos dos décadas para que en Sonora se registrara un crimen de tal magnitud.
Viene a cuento lo anterior ante la complejidad adquirida por los delitos del narcotráfico y en especial ante el poder y la fuerza económica que gozan sus cabecillas.
En las últimas semanas quedó en evidencia que estos capos no requieren estar en libertad para planear y ejecutar matanzas y acciones delictivas de toda índole.
Gracias al inmenso poder que les confieren sus fortunas, desde sus más recónditas celdas son capaces de corromper a cualquier autoridad y de ordenar todo tipo de acciones delictivas.
Lo mismo ocurre con las bandas de secuestradores que han sembrado una estela interminable de dolor e indignación entre cientos de familias mexicanas durante los últimos años.
¿No será el momento adecuado para reimplantar la pena de muerte en México, al menos para aquellos delincuentes en donde su peligrosidad represente una amenaza constante para las autoridades y la sociedad?
Los argumentos en contra son muchos, amén de que sectores claves se oponen a ella como la Iglesia Católica, habría que escucharlos a todos antes de cualquier decisión.
Pero sin perder de vista que tales delincuentes con sus respectivas redes de operación han llegado a niveles de saña, perversidad y poder inauditos.
Su rehabilitación en cárceles que ellos controlan se observa prácticamente imposible y menos en una sociedad permisiva acostumbrada a bailar al son que le toquen.
La pena de muerte sería a estas alturas una interesante alternativa para poner freno a la delincuencia organizada alto calibre que mantiene en jaque a la sociedad mexicana.
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