(Este texto fue leído en la
presentación del libro “¿La luz o la obscuridad?”, de Alejandro Gutiérrez, hace unos días. Varios de los asistentes me pidieron lo publicara. Bueno, servidos. Sirve que descanso esta semana)
podemos empezar situándonos en un contexto adecuado. Y el contexto no es nada halagador. Y es que, si somos honestos, hemos de admitir que México ha fracasado como Estado y como nación.
En más de ciento ochenta años como Estado independiente, México no ha sabido construir las instituciones que lo encaminen al desarrollo. Las primeras elecciones presidenciales decentes del siglo XX ocurrieron en 1994. En estos precisos momentos, el 97 por ciento de los delitos cometidos en el país quedan impunes. La seguridad personal y patrimonial, el deber y función primordiales de cualquier Estado moderno, es la preocupación número uno de la ciudadanía. Después del desmembramiento de Polonia a fines del Siglo XVIII, México es el único país que ha perdido más de la mitad de su territorio original. Como lo ha demostrado nuestra vida pública reciente, seguimos sin saber procesar los desacuerdos, y convertimos la actividad política en pleito de lavadero y confrontación enconada… como hace 180 años; y, mucho me temo, con los mismos resultados: pérdida de oportunidades, aumento de los rezagos, crispación desestabilizadora. Al parecer, en seis o siete generaciones no hemos aprendido nada.
Como nación no hemos hecho mejor las cosas: la mitad de nuestros conciudadanos es pobre. Poblaciones enteras, en especial en las zonas indígenas, viven en condiciones francamente africanas, con índices de mortalidad infantil y expectativas de vida muy diferentes a las de otros que se suponen sus connacionales, o sea miembros del mismo organismo. México entra al siglo XXI con un impresionante y vergonzoso nueve por ciento de analfabetismo: uno de cada once mexicanos ni siquiera sabe leer y escribir una carta simple, mucho menos podrá acceder a trabajos y remuneraciones mínimamente satisfactorios. No sólo eso: el nivel educativo del mexicano promedio es de primero de secundaria… como lo evidencia la programación televisiva y el discurso de buena parte de nuestra clase política, que hasta en eso demuestra su ineptitud. México es un país de primero de secundaria: de adolescentes pendencieros, de irresponsabilidad supina, de tirar la piedra y esconder la mano, de echar culpas y no asumir las consecuencias, de no pensar en el futuro.
Y nada de eso es culpa del cochino neoliberalismo ni de la torpeza foxista. Los números han sido históricamente ésos o peores: la globalización no creó un 50 por ciento de pobres. Ésos o más, muchos más, han estado con nosotros desde siempre. Ahora son más notorios por el éxito que han tenido otros países en abatir sus rezagos y dar el brinco al desarrollo… un brinco que nosotros no parecemos ni capaces ni deseosos de dar, a juzgar por la manera en que perdemos el tiempo y dejamos ir las oportunidades.
Un ejemplo simple: hace cincuenta años, la península de Corea estaba arrasada por la guerra. No había infraestructura digna de ese nombre. El ingreso per cápita de Corea del Sur era inferior a los 400 dólares anuales, tres veces menos que el de México en esa época. En cincuenta años, Corea del Sur ha multiplicado su PIB per cápita por un factor de 28, y dejó a México atrás en todos los indicadores de desarrollo desde hace un par de décadas. Corea del Sur no tiene analfabetos ni poblaciones en la miseria, siendo que hace dos generaciones toda la población se hallaba debajo de la línea de pobreza. Ah, y Corea del Sur es más pequeña que Coahuila, y la mitad de su territorio es inhabitable. ¿Qué hizo Corea del Sur? Lo que tenía que hacer: ver hacia el futuro y prepararse con un proyecto a largo plazo para aprovecharlo, cambiando lo que tuviera que cambiarse.
Otro ejemplo, éste más cercano y que por lo mismo deberíamos observar con atención. Este noviembre se cumplen 30 años de la muerte de Francisco Franco. En 1975 España era uno de los países más atrasados de Europa Occidental y en muchos indicadores socioeconómicos México se hallaba por encima de la Madre Patria. Hoy España es un próspero miembro de la Unión Europea, una democracia funcional y el PIB per cápita de un español es más del doble del de un mexicano. ¿Qué hizo España en esos treinta años? Lo que tenía que hacer: ver hacia el futuro y prepararse con un proyecto a largo plazo para aprovecharlo, cambiando lo que tuviera que cambiarse.
México no tiene pretextos válidos para su condición actual. A lo largo de más de 180 años hemos hecho las cosas mal, dejando pasar oportunidades y no aprendiendo de los ejemplos ajenos. Los obstáculos los hemos puesto nosotros mismos, enzarzándonos en perennes e inútiles querellas que, resulta evidente, de maldita la cosa nos han servido. La culpa de lo que ocurre no la tiene ni los gringos ni la globalización ni el abandono de la Virgencita Morena ni el estado de la cancha ni la fatalidad. La culpa la tenemos nosotros. No hemos hecho las cosas bien y por eso estamos como estamos. Y podemos estar peor. Oh, sí, mucho peor.
Un somero vistazo a la historia de México nos demuestra la existencia de una constante que explica buena parte de nuestros rezagos y carencias: nunca hemos hecho las reformas estructurales que se requerían en el momento en que se requerían. Nos entreteníamos peleando por tontería y media mientras el mundo evolucionaba y nos dejaba atrás. En lugar de incorporar y desarrollar los avances que ocurrían en el resto del planeta, o los que surgían de nuestros mismos esfuerzos, nos veíamos el ombligo y nos dedicábamos a lo que fue la principal actividad de nuestro primer siglo de independencia: matar a unos mexicanos que no pensaban como otros mexicanos. Para eso sí éramos efectivos. Y para lo que sirvió.
Trátese de 1833-34, o de 1872-73, o de la crisis del Porfiriato de 1907-08, o del agotamiento del Desarrollo Estabilizador a fines de los sesenta del pasado siglo o el quiebre del Modelo Populista a principios de los ochenta, o de la llegada rampante de la Globalización con el fin de la Guerra Fría hace doce años, nunca hemos tomado a tiempo las medidas que nos permitan dar el estirón. Las reformas que hacemos, las hacemos tarde y mal. Y ello, porque en este país el proponerlas, el situar sobre la mesa la necesidad de cambios, siempre ha estado contaminado con tres virus nefastos, que nos han condenado al fracaso: primero, usualmente se analizan las reformas desde un punto de vista ideológico y no práctico, o sea de cómo pueden beneficiar directamente a la nación y a sus habitantes; segundo, se enfocan desde una perspectiva parcial, de partido o sector, y no en el contexto del beneficio nacional; y tercero, quienes se oponen a ellas no lo hacen con argumentos objetivos, científicos, modernos, no: siempre lo hacen envolviéndose en la bandera del patriotismo más rancio y trasnochado. Y como decía Samuel Johnson, el patriotismo es el último refugio de los canallas.
Lo que salta a la vista cuando se repasa la historia de las reformas pospuestas de nuestra historia, las que no se aplicaron a tiempo y cuando se pusieron en marcha ya era muy tarde, es lo poco inteligente de los debates entre las distintas visiones del asunto. Cuando a doce años de la independencia Gómez Farías quiso sacudir los bienes eclesiásticos para que cayera algo de capital que permitiera su inversión productiva, la respuesta fue tildarlo de masón y poseído por el demonio: nadie echó números, no se hizo una discusión mínimamente racional sobre un asunto tan importante. Hubo que esperar otros treinta y cinco años para que algo ocurriera. Para entonces, Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, tenían miles de kilómetros de vías férreas, construidas gracias al capitalismo industrial. ¿México? Ah, México para entonces tenía 17. No diecisiete mil. No: diecisiete kilómetros de rieles.
Ha sido esa ceguera ideológica, esa tozudez, esa ausencia de debate razonado y sensato lo que nos ha hecho tanto daño. Y no parecemos haber aprendido la lección.
Peor aún, ahora sí que no sólo vemos la tormenta y no nos hincamos: tenemos el pronóstico meteorológico en la mano, y ni así. Los números no mienten: en unos años nos vamos a quedar sin suficiente electricidad. El IMSS va a la quiebra. Pemex será un montón de chatarra. Todo eso era evidente hace diez años, estuvo predicho. Ya pasaron diez años, y seguimos en las mismas. No, peor. Porque ya dejamos pasar diez años sin hacer nada al respecto… o sea, lo mismo de siempre.
Pero, ¿qué es lo que seguimos haciendo? Contaminar la discusión con planteamientos ideológicos que no tienen qué ver con el problema real, fáctico. Los kilowatts no tienen nacionalidad, y quién sabe qué tendrá de patriota o de nacionalista el estar importando gasolinas hoy, debido a la notable incapacidad de Pemex de adaptarse a un mundo que está en 2005, no en 1938… por si alguien no lo había notado.
Por todo ello es reconfortante y esperanzador encontrar libros como “¿La luz o la obscuridad?”, de Alejandro Gutiérrez. Y, como decíamos, es algo raro en nuestra historia, remota o reciente. En este volumen se expone el problema eléctrico de manera clara, se analizan casos ocurridos en otras latitudes y cómo se han encarado, desmintiendo de pasada algunos mitos que han sido esgrimidos sin ton ni son desde hace buen rato. Más aún, se hace una propuesta que sirve como piedra de toque para iniciar un debate nacional sensato, juicioso, objetivo y honesto sobre un tema que nos afecta a todos los mexicanos, y que urge ser abordado de manera racional y realista, sin velos ni neblinas ideológicas.
Debemos enfatizar la importancia de esta discusión y su resultado, en vista de que, por la ligereza con que se ha tomado, para muchos al parecer resulta secundario. Hay que decirlo con todas sus letras: la Reforma Eléctrica es urgente y crucial. Nos estamos jugando nuestro destino como nación ya no digamos desarrollada, sino viable. Los próximos veinte años son críticos. Si no los aprovechamos, vamos a desperdiciar miserablemente el siglo XXI… como ya lo hicimos con el XIX y el XX.
Por la evolución natural de su curva demográfica, México tendrá en las próximas dos décadas un tesoro que para muchos otros países resultará envidiable: más de la mitad de la población será de adultos jóvenes, en plenitud de facultades físicas y mentales. Mientras otras sociedades envejecen y cada vez menos personas productivas mantienen a más improductivas (niños, ancianos), México va a poseer un potencial enorme. Esa ventana de oportunidad no se volverá a abrir, no en este siglo: es ahora o nunca. Pero si no hay educación, empleos, productividad suficientes, ese caudal se va a desaprovechar. Y si no se genera suficiente energía para movilizar el potencial del país, exactamente eso va a suceder. Y las consecuencias se arrastrarán por generaciones.
Así pues, lo que está en juego es la viabilidad del país como entidad moderna del siglo XXI. Fallar en esto nos condena al subdesarrollo permanente. Así de simple. Ni más ni menos.
La primera propuesta global de lo que se da en llamar Reforma Eléctrica ocurrió hace casi diez años. Para variar, hemos dejado correr el tiempo, perdiendo oportunidades de generar riqueza, empleos e inversiones… lo que es sencillamente criminal teniendo una población con tantas carencias y en una sociedad tan lastimada por la injusticia ancestral. Urge iniciar una discusión que conduzca a un replanteamiento eficaz y viable, que beneficie a todos los mexicanos… y no sólo a la retórica de los reaccionarios que se oponen a que las cosas cambien sólo porque así han sido siempre, y no las conocen de otra manera… o porque su ideología les impide ver que, mantener una situación que resulta ya insostenible, eso es, en efecto lo más antipatriota, lo peor que para la soberanía de un país, se puede hacer.
Hay que iniciar, pues, un debate inteligente y racional, del que depende en gran medida el futuro del país. El libro “¿La luz o la obscuridad?” es una magnífica propuesta para empezarlo con esas necesarias, imprescindibles características.
Y todo mexicano bien nacido debe participar en él. México lo merece.
PD: En cinco años caímos cinco lugares en términos del PIB a nivel mundial. Pero es mucho más importante y trascendente el desafuero del patrón de Ponce y Bejarano. Quod erat demostrandum.
Correo: francisco.amparan@itesm.mx