La designación de Carlos Abascal Carranza como secretario de Gobernación, es una buena decisión del presidente de la República en atención a los resultados que dicho funcionario ofreció en la Secretaría del Trabajo.
Carlos Abascal surge de la iniciativa privada después de una carrera notable y el ejercicio de un liderazgo a nivel nacional desde la presidencia de la Confederación Patronal de la República Mexicana, el más poderoso sindicato de afiliación voluntaria de los empresarios mexicanos.
Su ingreso a la Secretaría del Trabajo estuvo precedido por la promoción de una nueva cultura laboral durante el sexenio de Ernesto Zedillo, visualizada en conjunto con los dirigentes del Consejo Coordinador Empresarial y el Congreso del Trabajo.
Su paso como ejecutor de la actual política presidencial en materia laboral, se distingue por un desempeño serio y negociador que hizo descender el número de huelgas a niveles históricos, a pesar del ambiente de turbulencia y crispación que en lo político ha caracterizado al presente sexenio.
Los elementos básicos de esta nueva cultura laboral que promueve Abascal, tienden a una mayor responsabilidad de empleadores y trabajadores, el desarrollo de la democracia sindical y mejores salarios sobre la base del rendimiento personal. La propuesta de Abascal no ha prosperado en el Congreso, por virtud de la confrontación entre el Gobierno Federal y los partidos de oposición, que mantiene frenadas las reformas legislativas que requiere el país.
Algunos comunicadores y medios de prensa se han lanzado en contra del nuevo secretario de Gobernación, en una campaña que centra los ataques en la profesión de la religión católica del secretario y su condición de laico comprometido con los principios de la doctrina Socialcristiana.
Los señalamientos evocan conflictos del siglo diecinueve y revelan un carácter discriminatorio que debe ser conjurado en aras de la pluralidad y la convivencia, porque todos merecemos respeto en cuanto a nuestro modo de pensar, credo, raza y clase social. En todo caso, los funcionarios públicos (y toda persona) deben responder de sus actos y de los resultados de sus actos y no deben ser juzgados por su manera de pensar o de profesar una creencia.
En un ejercicio de la política en nuestro país, en el que el relativismo, la falta de principios y la ausencia de referentes éticos han sido la regla general al través de la historia, es positivo que participen cada vez más en los puestos públicos, ciudadanos formados en las religiones o filosofías que fueren, que promuevan en los hechos el bien común de la sociedad y el respeto a la dignidad y a los derechos fundamentales de la persona humana.
Los cierto es que los críticos de Abascal Carranza no le perdonan su origen como simple ciudadano que desde una posición de dirigente social, remonta a puestos antes reservados de manera exclusiva y excluyente a elementos designados en función de los intereses del grupo en el poder a los ritmos y conveniencia del antiguo régimen de partido de Estado.
Los ataques en contra de Abascal debido a su fe religiosa, acusan un alto grado de descomposición de nuestra vida pública, que se manifiesta en los múltiples conflictos en los que los mexicanos estamos inmersos y que es preciso resolver.
Ante los riesgos que lo anterior implica para nuestro país y a propósito de la Iglesia Católica, conviene recordar las palabras que el 23 de junio de 1986, pronunció el entonces cardenal Joseph Ratzinger hoy Benedicto XVI, en el marco de un encuentro sacerdotal en Alemania: “un pueblo puede destruirse a sí mismo por completo, sin necesidad de agresiones exteriores, cuando ha perdido la capacidad de paz y de reconciliación...”.
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