Un amigo de Monclova me contó una vez que el compositor de aquella canción simplona conocida como “El Alacrán, crán, crán”, nació en esa bella población de nuestro querido estado.
Y me contó también que un amigo (¿amigo?) de aquel hombre lo criticaba por haber compuesto esa canción cuyo único mérito, a juicio de aquel infame, era tener una atrayente música y un estribillo pegajoso.
“Deberías aprender de Agustín Lara” –le decía su amigo al compositor. “Ése sí que es un verdadero compositor y poeta. Fíjate nomás ¡qué frase!: “el hastío es pavo real que se muere de luz... en la tarde”. Qué deferencia con tu corrientada del alacrán, crán, crán”.
Pero aquel humilde compositor coahuilense se defendía diciendo: “pos sí. Pero piensa que el ‘flaco de oro’ componía en su piano blanco de larga cola, en la comodidad de su mansión, en un ambiente grato y teniendo a la María Félix enfrente, como su musa. Y yo lo hice aquí en Monclova, en mi jacal, de techo de lámina, con más de 40 grados de calor, en la tembleque mesa de la cocina y viendo a mi vieja con los pelos parados, envuelta en una bata hecha hilachas, con una figurota que no se sabe si va o viene. Antes di que compuse El Alacrán”.
En esa anécdota pensaba mientras en un hotel de Cancún las horas trascurrían lentas y estábamos a la espera de que nos avisaran si el huracán Emily llegaría a estas paradisíacas playas.
Hacia el mediodía la incertidumbre crecía. Nos reunieron en un gran salón para darnos instrucciones y ahí nos informaron que el huracán se dirigía al sur de la península y que a Cancún llegaría sólo una tormenta tropical, por lo que no habría necesidad de evacuar el hotel, pero deberíamos permanecer en nuestras habitaciones en tanto pasaba la tormenta.
Por la tarde la velocidad del viento se incrementó y la agitación del mar fue aumentando. Es impresionante ver cómo el mar se viste de blanco muchos metros antes de llegar a la playa por la espuma que crea la fuerza con que golpea la arena.
Aunque sabíamos que estaríamos sólo horas recluidos en las habitaciones, la sensación por sentirnos reducidos en nuestra libertad de acción es desesperante. No cabe duda que, después de la vida, la libertad es el don más preciado que posee el hombre y por ella, como dijera Cervantes, bien vale la pena arriesgar hasta la propia existencia.
Ahora es de noche (sábado) y la lluvia se precipita con fuerza sobre las ventanas. La intensidad del meteoro se incrementará, según nos dijeron, hacia las dos de la madrugada. En estos momentos no sé si podremos conciliar el sueño. Ello es difícil cuando los sonidos de la naturaleza nos son extraños.
Por lógica asociación de ideas, así como en aquella canción, yo repetía: el huracán, can, can, ¡Ay, ya va a llegar! El huracán, can, can, ¡ y me va a llevar!
Creo que era ésa la forma de engañar a mi mente para que dejara de pensar en lo que podía venir. Nací y crecí en el desierto, por tanto ignoraba yo lo que significa una tormenta tropical en el trópico, aunque luego sabríamos que en realidad sí fue el huracán pero de intensidad menor.
La noche fue larga y tormentosa. Algunos sólo dormitamos. Otros no pudieron dormir debido a la furia con la que el viento, cargado de lluvia, golpeaba las ventanas y aunque éstas habían sido protegidas cruzándolas con cinta especial para evitar que se rompieran, la impresión era que se iban a venir abajo.
Mi mente seguía repitiendo: el huracán, can, can. El huracán, can, can, ¡ay ya va a llegar! Pero lo hacía para mostrar serenidad ante mi familia y no entrar en pánico.
Al fin amaneció y fuimos testigos del paso “benévolo” de Emily. Palmeras y árboles arrancados, ventanas destruidas, palapas deshechas, albercas sucias, canchas llenas de arena, desabasto de alimentos, ausentismo laboral.
Sin embargo, puedo decir que en general la gente se comportó bien. La solidaridad entre los huéspedes del hotel “Gran Oasis” era notable y los empleados hacían hasta lo imposible por satisfacer las demandas de aquéllos. Limitadamente, pero nunca faltó la comida ni la bebida y los servicios se restablecieron pronto a fin de que todos nos volviéramos a sentir vacaciones.
Por la tarde del día siguiente, Claudia, Lucía y Luly se fueron al centro comercial “Plaza Kukulcan”. Ellas no pueden estar en Cancún sin ir de compras. “No importa que sólo unas cuantas tiendas estén abiertas -dijo Claudia. Algo encontraremos”.
A sus dieciséis años, Jorge dormía a pierna suelta. Entretanto, yo escribía estas líneas para guardar memoria de lo vivido en este día y medio.
Debo confesar que es satisfactorio sentirse querido por familiares y buenos amigos que se preocuparon por nosotros.
Ahora, el cielo está encapotado, dejó ya de llover y la noche ha comenzado a caer. Mañana... mañana será otro día.