Cuando entraba uno por primera vez a ese edificio de Torreón Jardín, se sentía diferente; casi un hombre. Porque atrás habían quedado los años de la primaria y entonces era mayor la responsabilidad de acudir a clases y estudiar. No en balde se le conoce como La Pereyra Grande.
En ese un edificio imponente cada cual asumía su responsabilidad como mejor le parecía. No había ya un solo profesor, sino varios, lo cual nos hacía sentir más importantes.
Pero también era el tiempo en que uno comenzaba a socializar con las muchachas en otro plan y el de la rebeldía sistemática. Durante la infancia lo común es que las niñas sean odiosas a los ojos de los niños y viceversa. En la secundaria, ellas cobran otro aspecto y el interés natural en razón del sexo crece a pasos agigantados.
Así como la historia personal se me vino encima cuando supe que habían derrumbado el edificio de la primaria Pereyra, de la misma forma otras vivencias se agolparon en mi mente cuando me confirmaron que el próximo viernes 23, por la noche, habrá una velada para despedirse del edificio de la Pereyra Grande.
Fue el padre Alejandro Treviño, rector de estos colegios, el que me confirmó esa noticia al tiempo que me invitó a visitar las nuevas instalaciones ubicadas casi a un costado de la Ibero.
Son instalaciones amplias, adecuadas, con equipos modernos y salones bien ventilados. Todo construido con recursos propios de la Compañía de Jesús.
Sin embargo, aquel viejo edificio de la colonia Torreón Jardín, tiene el saber de lo ahí vivido. El recuerdo de muchos y muy queridos profesores. De las primeras ilusiones. De los fracasos a los que por primera vez nos enfrentamos en solitario. De los amigos entrañables que con nosotros convivieron años enteros.
De las escapadas para platicar con las muchachas. De los pleitos a golpes en los lotes baldíos cercanos al colegio. De los arrestos como castigo por nuestra indisciplina. Y hasta de las batallas campales adentro del colegio, en las que a veces hasta los mismos curas le entraban, fuera para apaciguar, fuera para desahogar su energía reprimida.
Ésos eran los tiempos en que no se implantaba aún la enseñanza mixta. Cuando llegaron las mujeres, según pude advertir porque ya no era yo alumno del colegio, las cosas cambiaron y para bien.
Pero en aquellos años sesenta en los que estudié la secundaria muchas de las costumbres que ahora comento eran cosa de todos los días.
En la secundaria aprendí a leer y escribir. No porque no me lo hubieran enseñado en primaria, sino porque fue en secundaria cuando nos obligaban a leer los primeros libros con ilustraciones y a redactar ensayos cortos.
De manera especial recuerdo al padre Armando Bravo empeñado en que leyéramos cuando menos un resumen de las ideas de los clásicos que además de extensos nos parecían aburridos e incomprensibles.
De la misma forma nos encargaba redactar cuentos, novelas cortas, editoriales y entrevistas. Nos enseñaba los rudimentos de la poesía y al mismo tiempo trataba de introducirnos en algunas otras de las bellas artes.
La oratoria era también parte del aprendizaje de esos años. Los concursos se realizaban en el “salón grande” que se encontraba en el segundo piso del colegio y había compañeros que, a esa temprana edad, ya lograban encender los ánimos del auditorio y mover sus conciencias.
Siempre me he preguntado cuál es el elemento distintivo de la enseñanza jesuítica. Sobre todo ahora que la oferta educativa aumenta año con año. Y a la conclusión que llego es que ellos ponderan el ser sobre el tener. Aunque uno lo llegue a entender muy tarde se presenta un momento en que debemos admitir que tenían razón.
Según me recordaba mi estimado amigo Íñigo, el padre Jacobo Blanco (q.p.d) solía repetir esta frase: “Quien no vive como piensa, acaba pensando como vive”.
En efecto, si a pesar de lo que se nos diga y lo que aprendamos, uno no es congruente; si piensa de una forma y actúa de otra; si pondera el tener por encima del ser, acabará ajustando irremediablemente su pensamiento a su forma de vivir.
Con el cierre de La Pereyra Grande se concluye un ciclo en la vida de muchos hombres y mujeres que pasamos por sus aulas. De hecho se concluye un ciclo en la vida de Torreón.
Estoy consciente que eso es parte de la vida. Porque todo tiene un punto de partida y otro de llegada. Todo en la vida es principio y final. Alfa y Omega, como dirían los clásicos.
Quizá por ello, más que entristecernos por ese acontecimiento debemos alegrarnos de haber tenido la dicha y el privilegio de recibir una enseñanza que, por especial, nos compromete con nuestros semejantes.
A mi juicio, así lo dicta la obligación moral que deriva de los conocimientos ahí adquiridos y la deuda de gratitud perenne con todos aquellos que contribuyeron a que llegáramos a ser lo que ahora somos.