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Afganistán: la biblioteca arde

Patricio de la Fuente

La historia narra la llegada de Gengis Kan a la mezquita de Bujara, centro cultural dotado de una colosal biblioteca: “Llevaron al patio de la mezquita cofres llenos de libros y de manuscritos sagrados y los vaciaron en el suelo, utilizaron los cofres como pesebres en las caballerizas, bebieron copas de vino y llamaron a los músicos de la ciudad para divertirse y bailar en la mezquita. Gengis Kan decidió entonces partir para su palacio, seguido por sus hombres, que pisotearon las páginas arrancadas del libro sagrado, arrojadas y perdidas entre objetos destruidos. En ese momento, el jefe religioso supremo de la Transoxiana, se preguntó: “¿Qué es lo que vemos, es un sueño o la realidad?” el emir imán que le acompañaba respondió: “No habléis más. Es el viento de la ira de Dios que nos barre y ya no nos restan fuerzas para hablar”.

En agosto de 1998, la cólera suprema de nuevo ha sacudido a Pol-i Jomri, ciudad del norte de Afganistán, Latif Pedram, escritor, periodista y profesor de literatura y director de la biblioteca relata con enorme duelo el siguiente episodio:

Por el ventanuco del escondite en que me había refugiado, veía a los talibanes ocupados en quemar los libros en la plaza principal de la ciudad. Era triste testigo de la quema de los 55,000 libros del centro cultural Hakim Nasser Josrow Balji. Como si, disfrazado de Mollah Omar (el jefe de los talibanes), Gengis Kan y su Ejército hubieran entrado en la ciudad para repetir el suceso más trágico de nuestra historia. En aquel instante, tampoco yo tenía fuerzas para hablar. Conocía la historia de la destrucción de las “casas de ciencias” una por los mongoles. Había leído también los relatos del saqueo de la biblioteca ismaelita por el Ejército de Hulagu Kan y, remontándome más en la historia, el incendio de Persépolis por Alejandro Magno. Pero esta vez no se trataba del relato de Rachid-oddin Fazlollah, o del de Ata-ol Molk Joveini: era un suceso que ocurría ante mis propios ojos y en el alba del tercer milenio. El intelectual tiene el deber de ser testigo privilegiado de su tiempo, pero yo hubiera preferido no presenciar jamás el martirio de la espiritualidad, de la cultura y del libro por los agentes de la ignorancia y la hechicería. Con este retorno de la tragedia tantas veces repetida en la historia de nuestra civilización ha entrado vergonzosamente Afganistán en el siglo XXI.

Continúa, hace ya veinte años que Afganistán vive bajo una represión sangrienta, un despotismo absoluto e ilimitado. Toma prestadas las palabras de García Lorca para decir que sobre el territorio afgano hoy “no hay más que suspiros que reman”. Nosotros, los poetas y los escritores afganos, somos cautivos de esta encarnación de la estupidez que se ha abatido sobre nosotros como un manto de plomo. Ningún orden prevalece en este país y los dictadores, son a la vez el centro y la órbita de todo. Por eso nosotros, los escritores afganos exiliados, tratamos de hacernos oír en otros países para decir lo que tenemos que decir. En la cima de la desilusión, esperamos que las verdaderas necesidades serán satisfechas por fin.

Hay un rasgo común en las tres tiranías que han dominado la sociedad afgana, la de los mongoles, la de los comunistas y la de los talibanes, es sin duda el odio a la cultura y su destrucción sistemática. Una montaña de libros de la biblioteca de la Universidad de Kabul, juzgada “burguesa” o “capitalista” por el Partido Democrático, fue amontonada y destruida. Y en la imposibilidad de destruir todos los libros, se procedió a guardarlos bajo llave y dejar que se enmohecieran en sótanos.

No tenemos memoria histórica. Por esta razón siempre nos pilla todo por sorpresa, era preciso quemar etapas en una sola noche. barbarie?” Al instalarse el régimen comunista, cuando decenas de intelectuales, poetas y escritores fueron ejecutados y miles de nosotros fuimos encarcelados (incluso jóvenes de quince años, como fue mi caso), comprendimos, como dice Afees, “lo que nos trae el alba”, en qué lugar estábamos en el damero de la historia.

Cuando “el viento del paraíso” comenzó a soplar en Afganistán en 1992, los saberes y las artes que no trataban del “noble tema” fueron postergados. Desde 1994, dicho viento se transformó en tempestad. Los talibanes han tocado la trompeta de la resurrección. Los archivos nacionales y el museo de Kabul, que conservaban los manuscritos más importantes y tesoros culturales milenarios como los de AY Janum, Mandigak y Talla Tappeh, han sido completamente saqueados y desvalijados. El barrio en el que se hallaba el museo, caído alternativamente en manos de los distintos beligerantes durante la guerra civil, ha sido destruido y hoy no queda prácticamente nada de él. Los talibanes se oponen a la pintura, a la escultura, a la fotografía y a la música. ¿Qué habrá sido de los cálices de Jam en Herat, 1 obras maestras de la época timurí? No se sabe nada de ellos.

Durante los años de Gobierno del Partido Democrático, se crearon asociaciones oficiales de escritores y de artistas. Pero mientras que obras como La madre o Y el acero fue templado, eran difundidas masivamente, el Comité Central del Partido daba orden de retirar de todas las bibliotecas de Afganistán las obras de Nietzsche, Sartre, Beckett y Popper, entre otros. Fue el comienzo de una campaña de “limpieza cultural” de las publicaciones capitalistas y occidentales. Se prohibió terminantemente la entrada de libros extranjeros. El acceso a las obras de los demás escritores de lengua persa y de publicaciones iraníes o de Tayikistán su puso muy difícil. Fue tal vez una de las razones por las que la literatura y la cultura persas no han tenido la resonancia que esperábamos en todo el mundo, con el mismo derecho que la literatura árabe o la sudamericana.

¿Cómo hemos resistido esta forma de estalinismo? ¿Y qué ha sido de la literatura moderna, qué caminos ha seguido para librarse de las garras de los censores?

Con la instauración del Gobierno islámico y la llegada al poder de los talibanes, toda expresión cultural fue aniquilada por completo. El Partido Democrático aceptaba, por lo menos, la existencia del arte y de la literatura “socialistas”; los majuhiddines y los talibanes han suprimido todo. Pues “Dios no acepta a los pintores y los dibujantes y previene al profeta contra los poetas y los imaginativos”. Y así fue como fueron proscritos todos los centros culturales. Nos vimos confrontados a la negación completa del arte y de la literatura, sin fallas que explotar. Todo se nos negó. Hasta el punto de preguntarnos, pero con un sentido muy diferente que aquí en Occidente: ¿para qué sirve la literatura?

Rara vez la historia ha visto a un pueblo aplicarse tanto a su propia muerte. La censura, el silencio absoluto, la aniquilación del pasado histórico y cultural no son más que manifestaciones horribles de este suicidio colectivo. La lengua ha sufrido un envilecimiento vergonzoso. Porque no contiene ni sentido ni mensaje de esperanza para la reconstrucción: un torbellino nos arrastra hacia la degradación total, a la espera “del día del juicio final”.

La aversión por las artes que pregonan los talibanes es un reflejo del miedo que tienen a la palabra y a la imagen. Según la tradición musulmana árabe, el profeta habría dicho que las imágenes resucitan los ídolos, así una dolorosa reflexión explica la pasividad de los estadounidenses, como lo narra Robert Fisk, corresponsal de The Independent testigo del saqueo que terminó por reducir a cenizas la Biblioteca Nacional de Bagdad. “Además el fuego y los ladrones destruyeron durante la madrugada del domingo , ante la pasiva mirada de los marines uno de los tesoros de Irak; entre llamas de cien metros de altura, decenas de documentos antiguos, cartas históricas, coranes, manuscritos árabes y otomanos, así como los primeras muestras de la escritura y los sistemas numéricos.

La historia se repite, sólo cambian los protagonistas, primero en Afganistán, ahora en Irak, tan punible es la destrucción de la cultura y el libro por agentes de la ignorancia o la voluntad de seguir el ejemplo del rey mongol Hulagu que en 1258 arrojó al río Tigris cerca de 400,000 volúmenes.

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