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Agotamiento imperial/Estrictamente personal

Raymundo Riva Palacio

En vísperas que el huracán Katrina azotara el sur de Estados Unidos, el respetado historiador británico Timothy Garton Ash escribió un artículo sobre el titán cansado, donde analizaba el agotamiento de la supremacía mundial de Estados Unidos.

Ash mencionaba la sensación de Washington de ser el centro del mundo y su necesidad de saber lo que ocurría en todos los rincones porque era posible que le pidieran intervenir. También subrayaba que la angustia por el conflicto de Irak, prolongado, sangriento y costoso, donde una resistencia infinitamente menos armada que la poderosa maquinaria de guerra estadounidense los está haciendo ver su suerte, junto a problemas socioeconómicos en casa y el desafío económico de China y la India los empapaba de preocupación y angustia.

El presidente George W. Bush ya traía una creciente oposición, donde el 57 por ciento de los estadounidenses piensa que fue un error enviar tropas a Irak, y han surgido protestas sonoras de la gente en contra del envío de más soldados, evocando la era de Vietnam.

Mientras, Bush sufre por la reconstrucción de un nuevo Irak que costará calculan mil millones de dólares, disparando los precios de la gasolina en su país a 11 pesos por litro, afectando de tal manera la economía que los analistas están empezando vislumbrando una recesión el próximo año. Pero si las cosas estaban mal, se pusieron peor.

Katrina terminó de quebrar el ánimo por Bush. Durante una semana los meteorólogos de las cadenas de televisión estuvieron advirtiendo la fuerza creciente del huracán en la medida en que se aproximaba a las costas sureñas de Estados Unidos, pero Bush y su Gobierno permanecieron de vacaciones.

Cuando el huracán destrozó los diques naturales en Nueva Orleans y por ahí se empezó a inundar una superficie del tamaño de Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte, superior a Puebla y Tlaxcala juntos, Bush siguió en reposo.

Tres días después de iniciado el peor desastre en la historia de Estados Unidos, superior en impacto humano y económico a todos los atentados juntos que haya enfrentado por el terrorismo, Bush decidió regresar a trabajar. En esas 72 horas, el mundo vio cómo la anarquía descendió sobre una de las principales ciudades norteamericanas y cómo los gobiernos federal, estatal y local, naufragaron en la incompetencia.

El imperio más poderoso que ha visto el mundo a lo largo de toda su historia, se colapsó. Nadie antes había tenido tanto poder económico y militar acumulado; nadie antes había derrotado a tan poderosos enemigos; nadie antes se había entrometido en tantas partes, destrozando a tantas sociedades subordinándolas.

Pero ningún imperio antes había mostrado tan grandes pies de barro cuando el desastre tocó las puertas de su casa. Los diques de Nueva Orleans no resistieron porque los 100 millones de dólares que pidieron el año pasado las autoridades para reforzarlos, quedaron reducidos en 40. Las autoridades militares no estaban a la mano porque más de la mitad de la Guardia Nacional de Louisiana, el estado al que pertenece la ciudad más afrancesada en Estados Unidos, habían sido enviados a Irak. Bush, en su justa dimensión, apareció sonriente y minimizando el desastre en las horas cuando empezaban a salir a flote los cadáveres de quienes no pudieron escapar de Katrina. La verdadera cara del imperio afloró.

La hidrología se combinó con la sociología, como parafraseó este domingo The New York Times. En una semana de imágenes por televisión sólo se veía la afectación de las comunidades negras, con escasas personas de raza blanca entre las víctimas del huracán. Esto no es ninguna novedad para quien entiende el sur estadounidense.

Louisiana es uno de los tres estados más pobres de la Unión Americana, y Nueva Orleans, su principal ciudad (aunque no su capital), es un símbolo de la discriminación racial y socioeconómica: el 84 por ciento de los negros ahí, son pobres y el 25 por ciento vive en la miseria.

The Washington Post explicó que miles no pudieron escapar por una sencilla razón: no tuvieron dinero para hacerlo: vivían al día y para escapar a tiempo, como hizo la mayoría de los blancos, requerían dinero.

El huracán se ensañó con los pobres, cuyo drama se magnifica porque no sucedió en tantos países donde los medios estadounidenses se regodean con su tragedia, sino en su propio territorio.

Fue en Dixiland, el corazón sureño de esa nación. Ahí mismo no sólo les hizo crisis su organismo para emergencias, conocido por sus siglas FEMA, que siempre aparece indestructible, certero, supereficaz en las fantasías de Hollywood. Su complejo industrial-militar, el más poderoso del mundo, empezó a recibir ayuda de quienes menos esperaba, como por ejemplo, de la Armada de México.

Todos sus sistemas de ayuda, que salen prestos al rescate de cualquier nación, como apuntaba Ash en su artículo, se vieron apaleados. De todo el mundo empezó a llover ayuda a Estados Unidos. Si necesitan dinero, los pobres de México y Cuba les enviaron recursos.

Si están en una crisis con sus reservas petroleras, los grandes productores -Venezuela, su actual enemigo, incluido-, les mandaron de las suyas propias durante un mes para evitar las colas de ocho horas esperando cargar combustible en una gasolinera que hace días ya no tenía.

El imperio se partió en unas horas, lo que no significa que se acabó, por supuesto. Su fragilidad, que concitó el apoyo y la solidaridad de todos con el pueblo estadounidense, es un manotazo a la soberbia imperial que hoy los domina. Les enseña este drama que no es más que otros, que requieren de los otros como todos. Que su imperio brilla mucho, pero no pesa tanto.

Que sus problemas son los de todos y, como en esta ocasión, más graves que los de la mayoría. No son los únicos en el mundo y su poder se vio fuertemente cuestionado por esa realidad natural. Podrían reflexionar bastante sobre la forma como Katrina los exhibió y reconsiderar la manera en que caminan sobre el mundo. Falta les hace.

rriva@eluniversal.com.mx

r_rivapalacio@yahoo.com

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