El día de ayer se cumplió un año del ataque terrorista en España y casi son cuatro desde el 11 de septiembre de 2001. A partir de esas fechas, las cosas han cambiado en el mundo y como siempre, un poco a regañadientes, otro sin darnos cuenta, nos adaptamos. Pero una cosa son los signos visibles, como las medidas de seguridad extrema, que a nivel internacional se aplican en todos los aeropuertos, en las carreteras, en los bancos y hasta en algunas escuelas y otra son los que imperceptible e inadvertidamente se van incubando dentro de nosotros.
Los actos ocurridos en Nueva York y Madrid nos parecen hoy muy lejanos, ocupados como estamos en la carrera diaria de la vida, pero es evidente que desde entonces, se ha comenzado a extender una sensación de miedo que nos va tocando a todos.
Los medios masivos de comunicación y la globalización nos hicieron testigos presenciales, desde nuestra propia casa, de aquellas escenas de destrucción y muerte. Sin mucho esfuerzo podemos recrear mentalmente la imagen de aquel avión impactarse contra una de las torres gemelas. En nuestro inconsciente colectivo, se ha ido filtrando poco a poco el miedo; ese miedo que amarga la boca y nos paraliza o nos pone en alerta. El miedo, que como respuesta primitiva permitió a nuestros antepasados sobrevivir en la prehistoria, está presente de nuevo en la mayoría de las sociedades modernas, en las que supuestamente el hombre ha organizado y establecido reglas y leyes de convivencia.
Los sicólogos hablan del miedo como un sentimiento positivo que impulsa muchas veces al hombre a intentar nuevas empresas. Pero también existe la otra cara del miedo: el que paraliza, detiene y destruye.
El miedo adopta máscaras diversas, algunas muy conocidas porque todos las padecemos en mayor o menor grado: estrés, angustia, ansiedad. Pero el miedo que destruye y debilita es como un virus, que se fortalece y se hace cada vez más resistente. Una de sus máscaras es la agresión, el ataque. Ya lo dice el refrán popular: “El que pega primero, pega dos veces”.
Actos agresivos han ocurrido siempre: desde una guerra, un asalto, dentro del ámbito familiar, en las cantinas, en las cárceles.
Sin embargo y cada vez con mayor frecuencia, aparecen nuevos síntomas de descomposición social, agresiones diferentes que esconden al nuevo miedo; una de ellas es la agresión urbana, manifiesta de muchas formas: en la indiferencia hacia todo lo que nos rodea; cada quien dentro de su propio mundo; el individualismo exacerbado; en el caos vial. La prisa, la impaciencia, la intolerancia y en más de una ocasión, la falta de educación están detrás de esta agresión.
La inseguridad y la falta de presencia real de la policía -cuyo objetivo de ser es ofrecer seguridad y mantener el orden - es una de las muchas fuentes de temor constante. Ello explica agresiones como la ocurrida hace poco en Tláhuac, Distrito Federal y que todos vimos en la televisión; escenas terribles en las que se desataron los instintos más primitivos en un grupo de personas que de seguro saben leer y escribir y asisten con regularidad a servicios religiosos; personas que en otras circunstancias podrían considerarse “civilizadas”.
En los narcotraficantes que son hoy dueños de las prisiones de “máxima” seguridad en nuestro país.
Y aquí en Torreón, con pandillas de pseudoaficionados al futbol que desatan la violencia sin más razón que el placer de provocarla.
Unas palabras o miradas mal entendidas inician una pelea que termina en homicidio.
Ocho horas de balacera entre “puchadores” de narcomenudeo en la colonia San Joaquín no son suficientes para que, después de varias llamadas de auxilio, la Policía de la ciudad se presente a poner el orden. Los habitantes de esa comunidad, aparentemente, no tienen derecho a la protección que como todo ciudadano, merecen.
Y por si esto fuera poco, las autoridades y funcionarios ocupados en descalificarse mutuamente, instigando un motivo más de dudas y temor, como es el caso del Distribuidor Vial Revolución. ¿Está bien construido o no? ¿Es realmente peligroso circular por él? ¿Para qué piden la opinión de expertos de la UNAM y luego no la aceptan? ¿Por qué filtran a la prensa verdades a medias? ¿A quién debemos creer?
El efecto negativo de todas estas señales es evidente también en las actitudes de irrespeto y falta de educación elemental en estudiantes de todo nivel, desde primaria hasta profesional; síntomas de miedo e inseguridad que se esconden tras la agresión.
Es obvio que los jóvenes de hoy se sientan inseguros y temerosos. El panorama que se vislumbra en su futuro es totalmente desalentador. Por eso tantos optan por las fugas a través de la droga; por eso se rebelan, contestan, provocan.
Es evidente la necesidad imperiosa de hacer algo. Los analistas sociales admiten que su labor sería descubrir las causas y efectos de las conductas violentas y entender el contexto en que surgen, así como proponer las medidas de prevención y canalización de los instintos agresivos. Pero esto se daría en el ámbito de la academia y la investigación. En la práctica, la familia, núcleo básico de la sociedad, debería tomar más en serio su parte de responsabilidad. Las instituciones educativas son colaboradores de los padres de familia en la tarea de educar; de hecho, se considera que los primeros y más importantes educadores son los padres. Los valores y las reglas elementales de cortesía y urbanismo se adquieren en el hogar. Igualmente se transmite a los hijos nuestras actitudes negativas, incongruentes y apáticas o la fortaleza ante las adversidades y la fe en el trabajo y la esperanza de una vida mejor.
Los verdaderos cambios en una sociedad se originan en la familia. Las ideas de justicia, rectitud, responsabilidad, tolerancia, respeto y constancia se adquieren en casa. Pero también el conformismo, el desaliento, el temor y la indiferencia.
Es muy frecuente que los adultos repitamos la frase “qué mundo les estamos dejando a nuestros hijos”; sin embargo, en nuestras acciones estamos reflejando que nos importa muy poco, pues no estamos asumiendo cabalmente la parte de responsabilidad que nos corresponde; la estamos dejando en manos de la televisión y de los modelos negativos que ellos adoptan ante el vacío que les dejamos.