Fue el Viernes Santo del ya lejano año de 1936, cuando por vez primera ascendí hasta la cima del Pico de Orizaba, después de siete horas de fatigosa marcha y ahí, colmado mi anhelo de ?romper las nubes y tocar al cielo?, arrodillado ante la cruz de hierro fijada en el filo del enorme cráter, elevé mi oración de gratitud a Dios por haberme permitido sentir tan de cerca su presencia ante la magnitud de su creación.
Seis meses antes me había postrado frente a la cruz que extiende sus brazos en el borde oriente del cráter del Popocatépetl, como lo hice meses después en el Pecho de la Iztaccíhuatl. Así fue también en las cimas del Nevado de Toluca, de la Malinche de Tlaxcala, del Nevado y Volcán de Colima, del Cofré de Perote...
¿Qué fuerza poderosa lleva al hombre de todas las latitudes del mundo a colocar en las cumbres de las montañas el madero dramático del Gólgota? ¿Por qué apenas conquista una altura pone ahí una cruz? ¿Por qué no escoge otros emblemas que identifiquen su origen y nacionalidad? Porque el hombre, el montañista conquistador de alturas, no sólo tiene pulmones, corazón y piernas, tiene alma y en ella, una sed inmensa de amor y de verdad: la cruz es síntesis de esas virtudes.
Jesús, al aceptar el sacrificio de su propia vida, dejó a la cruz como signo de amor, del bien y la verdad. Es ella a la que vuelven sus ojos los hombres en momentos de angustia y de mayor dolor. ¡Qué consolador es hallarla en las soledades de la montaña, lejos del hombre y del mundanal ruido y cerca, muy cerca de ¡El amor de Dios!
En Asia, África, Europa, América, en todos los confines del mundo, la cruz está clavada en las montañas. Quienes llegan ahí deseosos de satisfacer sus ansias de altura, al llegar ante ella encuentran un símbolo de eternidad.
¡Qué gran consuelo, qué gran veneración de esperanza y fe es hallarla en aquellas inmensas soledades!, y qué profundas reflexiones se hace el hombre ante ella en un ambiente de absoluta quietud propicia para encontrarse con él mismo.
Los misioneros que de España vinieron dejaron huella de su paso con una postería interminable de cruces. Así Tata Vasco en Michoacán; Kino en Sonora y Zumárraga en el México colonial, fueron poniendo cruces y más cruces dejando señales imperecederas de la fuerza vital de su misión bienhechora.
Jueves y Viernes Santos en que se conmemora la muerte y resurrección de Jesucristo Redentor, son días de meditación y recogimiento. Fechas en las que siendo adolescente descubrí el profundo simbolismo de la Cruz, como signo de fe, pero también de sacrificio y sufrimiento: Una madre, la Santísima Virgen María, soportando estoica el dolor de ver morir a su hijo amado en la infamante cruz, símbolo desde entonces de una religión: el cristianismo que es entrega y es ¡Amor!