Nunca nadie se había mantenido durante tan largo tiempo a la cabeza de las preferencias electorales como Andrés Manuel López Obrador. La verdad es que tal medición es reciente entre nosotros, y antaño los presidenciables preferían la discreción en vez de ser notorios, para no opacar el brillo de quien los haría ascender al máximo cargo político nacional. Pero desde que Vicente Fox ganó la Presidencia, destino que las encuestas de intención de voto perfilaron poco antes de que ocurriera, adquirió importancia el conocimiento y asentimiento de la opinión pública respecto de quienes aspiran, desde todos los partidos, a ejercer el Poder Ejecutivo.
Acaso uno de los motivos de la popularidad de López Obrador (obviamente contrastada, si bien en menor medida, por el desacuerdo y desagrado que suscitan sus acciones y su figura) es la autenticidad de su conducta, el carácter genuino de su personalidad y su interés por la suerte de los demás, a quienes pretende gobernar. En un país donde la clase política se ha distanciado de la gente común por un modo de vida insultante, dispendioso y parasitario, López Obrador se conduce con sencillez y austeridad. No lo rodean espeluznantes y onerosos cuerpos de seguridad, que ofenden a la población con su sola presencia. Vive como un profesional de clase media, en un edificio de departamentos del sur de la Ciudad de México. Si mejoró su vivienda -hoy es más amplia que al principio, aunque no es una casa sola- fue por las necesidades de salud de su esposa Rocío, muerta hace varios años, con la misma discreción con que había vivido.
La principal tacha que se pone a López Obrador es su populismo, es decir la aplicación de una política que “para bien de todos”, atiende “primero a los pobres”. No es una postura de última hora, un medio de hacerse notar en el ámbito nacional. Es un modo de ser. Su primera tarea pública -aparte su participación en la campaña senatorial de Carlos Pellicer, el poeta tabasqueño que no escribía sobre su tierra, sino sobre su agua- consistió en dirigir la delegación del Instituto Nacional Indigenista en su estado natal. No lo hizo desde una oficina en Villahermosa. Vivió entre los chontales, en una casa de piso de tierra, como todos los demás, impulsando diversos cultivos en camellones semejantes a las chinampas nahuas.
Precisamente su activismo entre las etnias locales condujo al gobernador Enrique González Pedrero a hacerlo presidir el comité estatal priista, en su ánimo de construir “una democracia de carne y hueso”. Las resistencias caciquiles obligaron al gobernador a moderar su empeño y López Obrador no compartió el frenamiento del programa que ponía el Gobierno Municipal directamente en manos de la gente y renunció al liderazgo priista.
Pocos años después lo haría también a su pertenencia a ese partido. Dos veces, en 1988 y en 1994 emprendió campaña por la gubernatura de Tabasco. Probablemente venció en la segunda, contra Roberto Madrazo. Al menos, la victoria de éste fue conseguida mediante dispendio semejante al que su partido despliega hoy por doquier. Así lo atisbaron, mediante el examen de una muestra de la documentación respectiva, dos honestos consejeros electorales a los que el Gobierno de Zedillo pidió estudiar la evidencia aportada por López Obrador. José Agustín Ortiz Pinchetti, que fue su colaborador y es su amigo y Santiago Creel, que lo fue también y ahora sea acaso su adversario en la contienda presidencial, encontraron huellas del fraude madracista. Pero Zedillo no pudo sacar de ello la consecuencia y permitió a Madrazo quedarse en el Gobierno tabasqueño.
Protestar contra la eficacia de la trampa electoral y encabezar reclamaciones de indígenas y campesinos cuyo entorno vital fue fracturado por la explotación salvaje de los hidrocarburos, confirmaron la posición de López Obrador como dirigente social, su sintonía con la gente que lo sigue. Se creó entonces su fama de agitador, por haber presionado a Pemex en pos del pago de indemnizaciones justas.
La propaganda, no el Ministerio Público, lo acusó de “tomar” pozos petroleros, aunque su acción consistiera realmente en obturar los accesos a esas instalaciones, sin pretender nunca el control de las mismas, y ni siquiera contacto físico con ellas.
Sus afanes locales le dieron proyección nacional y fue elegido presidente del PRD (había contribuido a construirlo en Tabasco y lo encabezó allí), después de Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, lo que le dio una ubicación en ese nivel histórico. Partidario de la movilización organizada más que de la burocracia partidista, el perredismo prosperó durante los años de su jefatura (ganó para San Lázaro la bancada más grande de su breve historia), pero se infectó de luchas intestinas, de querellas entre sus tribus.
López Obrador no pudo o no quiso enfrentarlas y su omisión fue dañina para el partido, el comienzo de una permanente crisis. Renunció anticipadamente a su cargo, poco antes de que la primera elección de la ahora gobernadora de Zacatecas, Amalia García, fuera dolosamente cancelada.
Con todo, López Obrador mantuvo una capacidad de convocatoria que le permitió ganar los comicios internos y después la jefatura del Gobierno capitalino. Desde allí, al mismo tiempo que gobernaba, consolidó su papel como dirigente político. Entre las corrientes partidistas y él mismo hay tensiones permanentes. No se gustan pero se necesitan. Tuvo, por ejemplo, que fiarse de René Bejarano, pero tuvo que cargar también las consecuencias de sus malandanzas, sin haber participado en ellas.