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Aniversario de dos suicidios/Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Ayer, 30 de abril, fue el aniversario de dos acontecimientos de harta significación en la historia del siglo XX. Uno de ellos, acaecido hace la friolera de sesenta años, fue un suicidio en regla. El otro, sucedido hace tres décadas, fue la culminación de lo que no podemos sino llamar un suicidio nacional masivo y de larga duración. Echémosle un vistazo a ambos.

Ayer hace sesenta años, en un búnker de concreto varios metros debajo del jardín de la Cancillería del Reich en Berlín, Adolfo Hitler masticó una cápsula de cianuro, mordió el cañón de una pistola y procedió a desperdigar los pocos sesos que le quedaban en las paredes de la espartana habitación que compartía con su reciente esposa, Eva Braun, quien lo acompañó a ultratumba usando el mismo veneno. Así terminaba no sólo la vida de un indiscutible ocupante del Top Ten de los Monstruos que esta humanidad ha producido; sino también la única excusa que la mayoría de los alemanes tenía para seguir peleando. Una semana más tarde se firmaba el armisticio, y terminaba la Segunda Guerra Mundial en Europa.

Sobre los últimos días de Hitler se ha escrito mucho y se han realizado al menos tres películas. Y ello tiene que ver con varios motivos. El primero que se me ocurre, es que entre el respetable siempre existe un cierto placer morboso en enterarse al detalle cómo terminó sus días el responsable de tantos horrores y dolor.

Otra razón para ese interés, sobre todo en los primeros veinte o treinta años posteriores al final de la guerra, era la incertidumbre sobre si en realidad Hitler había muerto en ese lóbrego escenario, o había escapado en el último momento. La duda fue alimentada concienzudamente por los soviéticos, los primeros en llegar al lugar de los hechos. A Stalin le interesaba mantener la ficción de que el Führer podía seguir vivo, porque le proporcionaba una excelente coartada para intervenir en la Europa de la posguerra: en caso de cualquier mitote en contra del poder soviético en, digamos, Polonia, Stalin podía gritar: “¡Es Hitler! ¡Es él!” Para cuando se aclarara que no era cierto, los tanques rusos ya habrían puesto las cosas en paz… y a su favor.

Otro factor de interés lo constituye el ambiente surrealista que acompañó esos últimos días en el búnker. Viendo las películas o leyendo el libro de Gerhardt Boldt, pareciera estar uno en presencia de un melodrama escrito al alimón por Juan Orol y los Hermanos Marx durante un aquelarre de mota. A medida que transcurrían los días y los rusos se acercaban a unos cientos de metros de donde estaba Hitler, éste seguía farfullando que la victoria estaba al alcance de la mano, movía en los mapas banderitas que representaban divisiones inexistentes, y mandaba a la muerte a miles de jovencitos de las HitlerJügend de entre doce y catorce años, los verdaderos defensores de Berlín, que peleaban por su Führer con las uñas, un antitanque Panzerfaust y poco más. Vaya, cómo estaría Hitler al final, que poco antes de morir cometió la mayor locura de todas: casarse. Ah, y dictar un testamento en donde, para variar, no asume absolutamente ninguna responsabilidad y le echa la culpa de todo a un compló de la judería bolchevique internacional. Por a quién acusan los conoceréis.

Lo que llevó a Hitler al suicidio fue darse cuenta que sus capitostes, los hombres en quienes había confiado durante años y años y había encumbrado con enormes poderes, lo dejaban en la estacada, abandonándolo como ratas a un barco en pleno naufragio. Goering, a prudente distancia del frente, quería sucederlo cuando aún estaba vivo y el muy bruto todavía preguntó si podía hacerlo. Himmler se desapareció como muchacha de rancho en sábado. Cuando Hitler recibió la noticia de que su viejo compinche Mussolini (uno de los pocos hombres por los que sintió algo que pudiera llamarse amistad) había terminado colgado de las patas como res y sometido al escarnio del populacho en un costado de la catedral de Milán, Hitler tomó su decisión: se iría a su manera y su cadáver no sería juguete de los rusos. Nadie jugaría futbolito con su ario cráneo.

El único leal que lo siguió fue Joseph Goebbels, su ministro de propaganda y santo patrono de los publicistas del siglo XX. Él y su esposa Magda (la llamada “Primera dama del Tercer Reich”) se suicidaron… no sin antes envenenar a sus seis hijos, la mayor de los cuáles no pasaba de los doce años. La media docena de pequeños cadáveres vestidos de blanco quizá fue lo único que impresionó a los soviéticos cuando entraron al búnker.

Los cuales no encontraron el cuerpo de Hitler por ningún lado. Interrogando a los incautos que no habían puesto pies en polvorosa, supieron la verdad: Hitler se había suicidado y su cadáver había sido quemado en el jardín de la cancillería… sobre el que habían llovido toneladas de bombas en esos días: el cuerpo del dictador había quedado convertido en ceviche. De cualquier forma los rusos cribaron todo el jardín y hallaron un maxilar que, luego de compararlo con las radiografías del dentista del Führer (que había caído en sus manos), no dejaba lugar a dudas: aquél era un hueso del odiado enemigo. Y a menos que anduviera por ahí sin mandíbula (lo que ha de ser muy incómodo), era evidente que estaba muerto. Pero como decíamos, el picarón de Stalin y sus sucesores se guardaron el dato hasta que dejó de ser útil mantener esa patraña. Que, como quiera, sirvió para dos o tres películas malonas sobre la supervivencia del engendro.

Y ayer hace treinta años Saigón, la capital de la República de Vietnam (la del Sur, pues) cayó en manos comunistas. Lo que Estados Unidos había intentado evitar con tanto ahínco y tan mal tino, que le había costado la vida a 56,000 de sus soldados y casi toda su reputación mundial, había ocurrido quince meses después de la firma de los Tratados de París, mediante los cuales los americanos habían salido de Indochina con el rabo entre las patas. El derrumbe de Vietnam del Sur fue tan abrupto que las imágenes más recurrentes de aquellos días son patéticas: los norteamericanos evacuando a su personal y a ciertos colaboradores vietnamitas en helicópteros, desde el techo de su embajada, tropezándose y empujándose alocadamente, como si también se fueran a subir René Bejarano y Sergio Andrade. Mientras tanto, multitudes de vietnamitas deseosos de huir, agolpados en la reja del complejo diplomático, eran feamente alejados a culatazos por unos Marines empavorecidos, que lo que deseaban era largarse cuanto antes.

Algunos generalotes vietnamitas, valientes como ellos solos, huyeron en helicópteros a los portaaviones que esperaban a los evacuados, de manera que las cubiertas se saturaron y hubo que arrojar quién sabe cuántos de esos vehículos aéreos por la borda: total, un caos infernal de pe a pa… o sea, un digno final para una aventura sin pies ni cabeza que, como decíamos, constituyó para la Unión Americana una especie de suicidio nacional diferido a largo plazo.

Y es que la historia norteamericana, como nación y en su papel de potencia mundial, se divide en antes y después de la intervención de Vietnam y su desastroso final. Antes de esos hechos, Estados Unidos podía presumir de que, aunque no muy coherentemente, estaba defendiendo a otros pueblos de un sistema malvado. Y que estaba dispuesto a “soportar cualquier carga, pagar cualquier precio” (promesa de Kennedy en su discurso de toma de posesión en 1961) para defender la libertad en el mundo. Pero después de lo ocurrido en Vietnam, nadie les iba a dar ya nunca el beneficio de la duda. Estados Unidos jamás podrá reponerse del golpe que su imagen (y autoimagen) recibió en los arrozales de Indochina.

Lo peor es que ese suicidio era perfectamente evitable: Vietnam no constituía absolutamente ningún riesgo a la seguridad nacional americana. El territorio no tenía nada que le importara a los Estados Unidos: ni petróleo, ni minerales ni una posición estratégica. Todo lo que hay ahí es arroz y para eso tienen el del Tío Ben. Los americanos comprometieron su prestigio y se hundieron en un pantano moral bajo premisas totalmente falsas, peleando con las patas una guerra al gusto del enemigo y sin tener siquiera objetivos claros ni una estrategia viable de cómo ganarla. No se puede pensar en una política más equivocada. Y no, Johnson no tenía un gabinete foxista… aunque pareciera.

Total, que hace seis y tres décadas terminaron dos grandes conflictos. Seguimos viviendo con las consecuencias de ambos. Y no queda sino imaginar si esos telonazos pudieron haber sido distintos. Al menos, más dignos. A propósito, una anécdota:

Mientras el Vietcong entraba a Saigón y el último helicóptero americano dejaba el techo del complejo con gente casi colgando de la carlinga, un reportero francés se acercó a su embajada. Ahí, un Legionario arrió y plegó cuidadosamente la tricolor. Luego, con toda marcialidad, tomó su clarín y entonó “La Marsellesa”. Agarró la bandera, echó llave a la puerta de la embajada y antes de marcharse comentó: “Francia tiene algo que enseñarle a los americanos de cómo se pierde una guerra con dignidad”. Pues sí.

PD: Murió uno de los grandes. Extrañaremos a Augusto Roa Bastos.

Consejo no pedido para no suicidarse de aburrimiento. Por supuesto vean “Los últimos días de Hitler” (Hitler: The Last Ten Days,1973) con Alec Guiness en el papel estelar. Sí, es un poco neurótico ver a Obi Wan Kenobi haciéndola del Führer, pero aguanta. Y lean “La muerte en el arrozal”, de Scholl-Latour (Planeta, 1980), un espléndido conjunto de reportajes sobre treinta años de conflicto en Indochina. Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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