La verdad es que, al encender el televisor apenas entrando en el hotel, al desembarcar en Buenos Aires desde Santiago, el jueves, buscábamos noticias sobre Bolivia, cuya elección se aproximaba. En vez de ver al diputado Evo Morales o al ex presidente Jorge Quiroga, como suponíamos, en la pantalla nos encontramos con las inmensas ojeras de Néstor Kirchner, anunciando en vivo desde la Casa Rosada el pago en una sola entrega de casi diez mil millones de dólares al Fondo Monetario Internacional, el resto de su deuda con ese organismo.
Utilizó para hacerlo, según explicó, siete mil millones de reservas disponibles en la banca central, y créditos de Venezuela y España. Un rato después la ministra de economía Felisa Micelin, y el presidente del banco central, Martín Redrado, ofrecieron en la propia casa de Gobierno una conferencia para explicar los pasos legales y las consecuencias económicas de la decisión. Pero el efecto del pago era político sobre todo, y eso había quedado claro por el momento y el modo en que se produjo el anuncio. No se ha admitido que así sea, y difícilmente nadie se ufanará en público de un plan para liberar a Sudamérica del tradicional grillete del FMI, pero la coincidencia de ires y venires de los mandatarios de Brasil, Venezuela y Argentina sugiere una acción conjunta en esa dirección, a la que no sería ajeno el Gobierno de Madrid.
Como toda medida relacionada con el pago de la deuda, la del jueves pasado generó opiniones encontradas en Argentina. Hubo quienes coincidieron con Kirchner en que se trata de recuperación de soberanía. Desde hace medio siglo, efectivamente, los planes de ajuste del Fondo han permitido que buena parte de las decisiones sobre la economía argentina se tomen en Washington, con base en la ortodoxia que mira más a la cuadratura de las cifras que al bienestar de las personas. Ahora en la república platense el FMI nada tendrá que opinar sobre las tarifas de los servicios públicos o sobre la privatización de las empresas estatales (si es que en Argentina quedara alguna).
Pero también fue criticada la decisión, desde los miradores opuestos del interés social y el empresarial. En aquella acera se hubiera preferido la aplicación de los diez millones de dólares a programas sociales, que disminuyan la brecha de la propiedad y el ingreso, en vez de conceder, así sea por última vez, prioridad al pago de los créditos externos. Desde la rigidez financiera se expresó disgusto -ya se sabe que lo último que interesa a los acreedores, públicos o privados, es la recuperación del principal, mientras cobren puntualmente sus intereses-, con el argumento que sin la supervisión del Fondo la inversión extranjera puede retraerse, temerosa que se destine al gasto social el flujo que dejará de pagarse.
Kirchner tenía el propósito -obsesión se le llama- de desendeudar a la Argentina desde que ascendió al Gobierno. Luego de la etapa en que renunció a pagar (porque no podía hacerlo) y pasó a la estrategia contraria, procuró sustituir la deuda con el Fondo por otras que le supusieran si no menores réditos sí una mayor libertad de movimientos, una reducción “a un nivel compatible con nuestras posibilidades de crecimiento y pago”, según dijo en su discurso. Con eso, agregó, “ganamos además grados de libertad para la decisión nacional”. Kirchner disponía de tres años para cubrir el monto que se pagará en los próximos días, antes que concluya 2005, y su ministro de finanzas Roberto Lavagna era partidario de hacerlo así. Pero la semana pasada el presidente le pidió su renuncia, no obstante que parecía previamente haber cambiado de opinión. Cuando se conoció en Argentina, el miércoles, la decisión brasileña de pagar en una sola entrega quince mil quinientos millones de dólares al FMI, Lavagna elogió esa posición.
Llegado al poder en condiciones de extrema debilidad: lo apoyó en la primera vuelta menos de una cuarta parte de los votantes, y fue dejado en esa situación por una estrategia perversa de Carlos Menem, que rehusó exponerse a la segura derrota que le deparaba el segundo turno, Kirchner superó sus fragilidades hasta llegar a las elecciones de octubre pasado, cuyos resultados fortalecieron su posición. Igual efecto tuvo el recobrado auge de las exportaciones argentinas que permitieron acrecentar las reservas del banco central hasta acercarse a los treinta mil millones de dólares. Y Kirchner tuvo a su favor también el curso positivo de sus alianzas sudamericanas. El tono y el desenlace de la IV Cumbre de las Américas, y el crecimiento del Mercosur, hace diez días, vitaminado con el ingreso de Caracas a esa comunidad económica, todo constituyó un entorno favorable para la decisión de pagar “de un golpe”, como decimos en México. En un descuido, el léxico utilizado en estos asuntos puede jugarnos una mala pasada, pues en Argentina se llama cancelar la deuda al cubrir su importe, no dejarla de pagar como sugiere el uso mexicano de ese verbo.
Argentina ingresó al FMI en 1956, y mantuvo una relación enfermiza con esta institución, a la que acudía en demanda de créditos cuando su economía se hallaba quebrada. Al cabo de los sucesivos programas de estabilización y de ajuste ordenados por el Fondo, la economía argentina se encontraba en estado de mayor postración. Eso derivaba de la disparidad de los intereses nacionales y los del Fondo, la misma que llevó al anterior director del FMI Michel Camdessus a llamar a Menem el mejor presidente argentino.