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Barreras que matan

Javier Fuentes de la Peña

Cierta mañana, el Río muy enojado le dijo al Mar:

-“Sé que soy insignificante para tus ojos y que eres mucho más grande que yo, pero ya estoy harto de que día tras día mis aguas te alimenten, y que tú, a pesar de tener tanta agua y de poseer una infinita variedad de peces y plantas, no compartas nada conmigo”.

En un principio las palabras del Río fueron como un zumbido de moscas para los oídos del Mar, pero pasaron los días y pensó que tal vez aquel Río tenía razón. Entonces decidió no pedirle nada más, pues desde su inmensidad creía que no lo necesitaba en lo absoluto.

Ambos, sumidos en su orgullo, construyeron barreras para impedir que sus aguas se mezclaran. El Mar comenzó a formar con sus olas una enorme pared de coral y el Río arrastró con su corriente a miles de rocas hasta formar una muralla impenetrable.

El tiempo pasó y nada fue diferente. Las barreras seguían existiendo y la soberbia en las aguas reinaba.

Con el correr de los años, el Mar se convirtió en una simple y turbia laguna, y el Río ya no era más que una corriente de agua desorganizada. Fue entonces cuando ambos se dieron cuenta que se necesitaban, pues de otra manera no podrían llamarse Río y Mar.

Casos similares se presentan entre los hombres. A veces pensamos que sólo damos y nada recibimos. Otras veces nos creemos superiores a los demás, asumimos que no necesitamos de nadie y que nadie merece nuestra ayuda. Esta actitud es sin duda la causa de los grandes problemas que actualmente sufre la humanidad.

Vivimos en un mundo dominado por el sistema capitalista, en un mundo en el que el tener vale más que el ser y en el que el consumismo se ha vuelto en la forma común de vida.

Cada vez nos olvidamos más de lo que significan palabras como humildad, sencillez, generosidad y caridad. Sólo pensamos en tener y tener, pero muy pocas veces consideramos la necesidad de compartir, y digo necesidad, pues la mayoría de las veces, al dar algo de corazón, nos regalamos a nosotros mismos un sentimiento de alegría y bienestar. Hemos olvidado también que el dinero no es preciso para enriquecer el alma, sino que es más bien un simple instrumento para satisfacer nuestros deseos materiales. Lo que en verdad enriquece al espíritu, es nuestra bondad y el pensar en el prójimo como en nosotros mismos.

Es triste darse cuenta que hay en México diferencias tan grandes entre las clases sociales y que sin embargo, los de “arriba”, poco hacen por ayudar a mejorar la vida de los que menos tienen, o si lo hacen, pocos son los que renuncian a la tentación de jactarse públicamente por ello. ¿Quién no ha visto a alguien dando limosna y que busca que los demás noten que echó en la canastita un billete grande? ¿Quién no ha sabido de señoras de la “alta sociedad” que organizan actividades en beneficio de los necesitados, pero que en realidad buscan reunirse a platicar y, sobre todo, que toda la comunidad se entere de que son grandes seres humanos? Para mí es más compartida aquella persona que regala un pan cuando sólo tiene dos, que aquella que da miles de pesos, cuando en realidad tiene millones.

No debemos desperdiciar las ocasiones para ayudar a los demás, pues cada día se presentan ante nosotros estas oportunidades en múltiples formas. Si no tenemos la capacidad para distinguir esas oportunidades, no hay problema, pues nosotros mismos podemos crearlas.

Para ayudar a los demás debemos proponérnoslo firmemente. Si logramos ver a los intereses del prójimo por encima de los nuestros, lograremos alimentar al espíritu con cada una de las buenas obras que emprendamos.

El final de este año se acerca a pasos agigantados. Muy pronto llegará la Navidad y, con ella, el tiempo propicio para el recogimiento y la reflexión. Aprovechemos estos días para ser humildes y compartidos, pues de lo contrario, nuestro corazón se convertirá en una simple y turbia laguna, después de haber sido un inmenso mar.

javier_fuentes@hotmail.com

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