Estando como estamos a finales de la temporada vacacional, considero que es pertinente analizar tan extraño fenómeno. Empezando porque hay algunos elementos relacionados con la época que resultan francamente desconcertantes.
El primero es la casi unánime emigración masiva a las muy diversas y arenosas playas con que cuenta nuestro país y una que otra del extranjero (como esa maravilla natural que es la Isla del Padre en donde, dada la lujuriosa belleza del lugar, me late que el Pentágono realizó alguna prueba nuclear secreta en los años cincuenta). Propensión que podría explicarse entre noruegos y canadienses, que no ven una palmera ni de faul, y para quienes el sol es una esquiva divinidad positivamente digna de adorarse. Pero en el caso del culto público lagunero uno se pregunta por qué la gente sale huyendo de una región con un calor seco de la tiznada, hacia un sitio con un calor húmedo de la tiznada. Ah, y lo hace para cambiar de ambiente, por lo que suele dirigirse a Mazatlán… en donde se topa con todo Torreón.
Además, aquéllos de nosotros que somos más bien caucásicos, pese a todas las precauciones en la playa siempre terminamos más ardidos que los gringos con los franceses y del color del Guapo Ben, la Mole de los Cuatro Fantásticos. Y luego pasamos las siguientes tres semanas tirando escamas y despellejándonos como leprosos de novela de Graham Greene.
¿Y el espectáculo al que asistimos? Hordas de prójimos sebosos y hediendo a aceite de coco, tirados en la arena cual cachalotes varados, mientras sus críos en truza se entretienen ensuciando todo lo que queda en su radio de acción. Multitudes de gente ruidosa y supuestamente festiva, que celebra alegremente cómo están despilfarrando su dinero, comprando cocoslocos a diez pesos el mililitro de ginebra barata, o por ahí. Chiquillos borrachos haciendo los mismos desfiguros que los adultos, para impresionar a las chiquillas que se quieren parecer a la ninfeta de moda, sin cruzar una sola idea medianamente inteligente, como si se tratara de una Cámara de Diputados tropical. Grupos cumbancheros al aire libre, desparramando su mediocridad musical a los cuatro vientos, pero eso sí, a 180 decibeles. Nativos gandallas y lenguaraces que hablan todos -¡todos!- como Lopejobradó y con parecida coherencia. Y la arena, la maldita arena percudiendo todo y colándose hasta la Trompa de Eustaquio.
“¿Y las chicas en bikini?” me dirán algunos ilusos. Respuesta en tres tiempos: no son de uno; no tenemos para mantenerlas; y si de ver y no tocar se trata, mejor recurro al ejemplar anual de trajes de baño del Sports Illustrated. Y me ahorro la horrenda visión de todas esas capas geológicas de celulitis.
Sí, ya se habrán dado cuenta: detesto la playa. Mejor dicho, detesto las vacaciones en la playa. Permítanme robarme una frase excelsa del Gonzo Mayor, el recientemente suicidado Hunter S. Thompson (cuyas cenizas serán disparadas desde un cañón en unas semanas, cortesía de Johnny Depp) y parafrasear: unas vacaciones en la playa son el equivalente de lo que la gente haría los sábados si los nazis hubieran ganado.
Por todo lo cual, déjenme cantar las loas de la montaña como lugar por excelencia de descanso, esparcimiento, cultivo del espíritu, escape del mundanal ruido y recreativo y tonificante ejercicio de la güeva.
Puesto a escoger, un servidor prefiere mil veces los bosques de Majalca, Arteaga, Mexiquillo o la Tarahumara, a las palmeras borrachas de sol y al borde de la pudrición por los orines de los adolescentes ídem (aunque no de sol). Como prefiero el aroma de los pinos al de los untos oleaginosos con los que algunos seres humanos pretenden cambiar de color, siguiendo a la inversa esa extraña tendencia inaugurada por Michael Jackson. Como me resulta un magnífico apuntalamiento para la cordura el poder pasear por veredas crujientes de agujas de pino, sólo con mi mujer, sin cruzarnos con prójimo alguno durante horas, escuchando únicamente los rumores de la umbrosa arboleda, el viento entre las ramas de los protosauces y el ocasional tac-tac de un pájaro “de oficio carpintero” (como diría el jerezano)… experiencia que difícilmente puede compararse con el andar esquivando pelotas de voleibol, vendedores de collarcitos, jovenzuelas con permanente cara de intoxicación y al bruto que no supo jalarle a los hilos del paracaídas y amenaza con aterrizar con sus 120 kilos sobre uno. Y todo ello en medio de la arena, la maldita arena.
Sí, la montaña es un paraíso sin igual si de descansar, relajarse y meditar se trata. Ignoro cuál sea la relación causa-efecto, o si tenga que ver con el funcionamiento neuronal según la altura sobre el nivel del mar, pero a las sierras de nuestra patria suele ir gente más callada, decente y pensante. Los sitios a los que uno llega tienden a ser más limpios, ordenados y acogedores que los hoteles playeros con su clima muuuuuy artificial. Y las vistas son sin duda extraordinarias. Digo, todo el mundo ha disfrutado una puesta de sol sobre el mar, así sea en el protector de pantalla de la máquina de la oficina. Pero mucho me temo que es un porcentaje minúsculo el que ha tenido la oportunidad de ponderar lo pequeños que somos, lo insolentes que resultamos, lo breve que es nuestro paso por estos lares, observando ese milenario tajo a la uniformidad del planeta que es la Barranca del Cobre… sobre todo, si la observación se realiza desde un ventanal del bar del hotel Divisadero, cortesía de la magnífica anfitriona in absentia Gaby Quesada y al tenor de un espléndido coctel Margarita. Además, al tercero de ésos uno empieza a ver que se mueven las peñas de cuatrocientos metros más abajo, lo que habla de la excelsitud del barman del lugar.
Las andanzas serranas son sin duda más interesantes, los recuerdos más tiernos, las experiencias más íntimas. La gente resulta espontánea y abierta (bueno… es de Chihuahua, que dejen ustedes lo valiente, noble y leal: lo decente y amable) y existe una especie de secreta camaradería entre el prestador y el usuario de los servicios: después de todo, ambos pertenecen a un grupo singular. Y las anécdotas, ah, las anécdotas... Empezando por los nombres de los lugares: por ejemplo, este mes estuvimos en Areponapuchi, que no sé qué quiera decir en rarámuri, pero que aprendí a pronunciar sin cascabeleo a los cinco días de estancia. Por ahí mismo y sé que esto le va a encantar al colega Catón, se halla un pueblo con el presuntuoso nombre de Pitorreal (kilómetro 26, carretera Creel-Divisadero). Los varones del lugar han de ser muy cotizados en la región.
También en esa zona resultan dignos de mención los conjuntos de cabañas en renta, todos los cuales portan un letrero que anuncia que son “administradas y operadas por nosotros, los rarámuri”. ¿Qué tal eso como muestra de orgullo?
Insisto: las anécdotas que uno recoge en la sierra son de índole muy distinta a los sucesos acaecidos en cualquier otro lugar. Por ejemplo, unos amigos fueron hace años a Batopilas, un pueblo ubicado más de 1,800 metros camino abajo de donde uno empieza el descenso. Por supuesto, en ese transcurso hay cambio de clima, de flora, de fauna y creo que hasta de pelo. Siendo la cuna solariega de don Manuel Gómez Morín, preguntaron por la casa en donde nació el creador del PAN: se enteraron con sorpresa que la habían convertido en caballeriza. Bueno, si el foxismo hizo eso con el partido, ¿por qué no habría de hacer lo mismo el pueblo con la casa de su fundador?
Ahí mismo, se encontraron con que sólo había dos hoteles: uno con habitaciones de $3,500 pesos la noche, con cuartos amueblados según la época que uno quisiera; o bien otro, con techumbre de lámina y de a $20 la estancia. Dudo que haya un diferencial mayor entre competidores del mismo rubro en ninguna parte del mundo. Por supuesto, resulta obvio suponer en qué establecimiento recalaron mis amigos.
Al día siguiente, acudieron a desayunar a la cocina del hotel. El encargado, muy amable, les pasó el menú. Cuando se decidieron por alguno de los platillos, se les informó que estaba muy bien, pero que ¡tenían que ir a comprar los ingredientes! Lo cual hicieron muy cumplidamente. Así, ni cómo quejarse de lo que le ponen a la comida.
Como éstas, hay cientos de anécdotas que, mucho me temo, no se pueden dar a nivel del mar. Y es uno de los tantos encantos que uno, como hombre del desierto, la planicie y el sol aplastante, aprecia y venera en la montaña.
Consejo no pedido para sentirse montaraz: como superrecomendable lectura de vacaciones, lléguele a “La sombra del viento”, de Carlos Ruiz Zafón, que no podrá soltar durante horas, mientras ve acumularse los nubarrones sobre la Tarahumara desde el balcón de su cabaña. Y sí, creo que también lo pueden leer espíritus menores debajo de una palapa. Provecho.
PD: Un poco tarde, pero andaba serrano: un abrazo para los Amarante. Correo: francisco.amparan@itesm.mx