Perdido, el Gobierno orienta sus pasos con una brújula sin imán. No sabe adónde va y, en la desesperación, avanza a pasos acelerados. Eso sí, ha emparejado la política interior y exterior. Ambas son un desastre.
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Al paso de los días, varias ideas que el Gobierno echó a rodar hace tiempo comienzan a cobrar su justa dimensión. Ahora, está más claro que la política de la eliminación del adversario no se inició con la animación del desafuero de Andrés Manuel López Obrador.
Esa política o antipolítica, según se quiera ver, cobró su primera víctima en Felipe Calderón. Esa operación fue sencilla, se intentó eliminar al natural competidor de Santiago Creel por la vía de bajarlo del gabinete. Se le descalificó dentro y fuera del Gobierno como secretario de Energía por hacer exactamente lo mismo que hacían otros secretarios de Estado, con la sola diferencia de que su actuación no contaba con el beneplácito presidencial. Se le descalificó y, fiel a su temperamento, Felipe Calderón reaccionó como era previsible: renunció al cargo, dejó el Gobierno, perdió la natural plataforma que le ofrecía la secretaría y, así, el campo quedó relativamente despejado para el delfín de Los Pinos.
Otros competidores albiazules, destacadamente Carlos Medina Plascencia, fueron víctima de errores propios y de algunas zancadillas. El guanajuatense aceptó permutar su aspiración presidencial por la dirección del partido, y su excesiva confianza combinada con insospechadas zancadillas lo dejaron sin ser ni lo uno ni lo otro. Carlos Medina Plascencia quedó eliminado. Desapareció de la actividad política y a la dirección del partido llegó Manuel Espino, quien trabaja para la pareja presidencial y su delfín.
Otro que, de pronto, manifestó su deseo de competir por la candidatura presidencial fue el secretario Luis Ernesto Derbez. Un día dijo que quería ser presidente de la República y unos cuantos días después, súbitamente, encontró otra vocación y ambición: ser secretario general de la Organización de Estados Americanos. El cambio en sus aspiraciones se entendió como una negociación forzada, hecha en las alturas de Los Pinos: si se autoeliminaba de la competencia por la candidatura presidencial, el Gobierno impulsaría su postulación a la secretaría general de la OEA. Luis Ernesto Derbez quedó eliminado y está por verse si no tiene por destino el mismo que Carlos Medina: desaparecer del paisaje interior y exterior, sin nada.
Así, de la baraja original de aspirantes albiazules a la candidatura presidencial se fueron eliminando total o parcialmente varios competidores de Santiago Creel y aun cuando está por verse el desenlace de esa política eliminatoria dentro de Acción Nacional, es difícil pensar que algunos de los precandidatos sobrevivientes puedan realmente ofrecerle competencia al candidato oficial.
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La perversidad de esa política eliminatoria impulsada por y desde Los Pinos no fue objeto de duras críticas por dos razones: uno, se desarrollaba dentro del jardín de Acción Nacional y, dos, su costo aún no deja ver las facturas que hereda a la nación.
Tarde que temprano, el hecho de haber sometido a la política interior y a la política exterior al caprichoso juego de las ambiciones personales dejará ver sus costos.
En materia de política exterior, esos costos comienzan a aflorar. Colocar al Estado mexicano detrás de la candidatura de Luis Ernesto Derbez a la secretaría general de la OEA porque, de ese modo, se le da un reintegro a su autoeliminación está dejando ver cómo se maltrata y arrastra a la diplomacia mexicana. Pretender encabezar a la OEA, un órgano multilateral que nunca ha logrado remontar su historia como extensión diplomática de Estados Unidos, está colocando al país en una ruta de colisión frente al resto del subcontinente o frente a Estados Unidos, cosa difícil que ocurra por la doblez mostrada hasta ahora.
Si, llegado el caso, Luis Ernesto Derbez ocupa ese asiento, el destino de su gestión será ése: plegarse ante Estados Unidos y confrontar al resto del continente, o bien, confrontarse con Estados Unidos. En todo caso, dilapidar el prestigio de la política exterior y perder liderazgo en el subcontinente a cambio de satisfacer una aventura personal.
Por lo pronto, es evidente que se incumplió un pacto con Chile y de ser ciertas las palabras del canciller cubano Felipe Pérez Roque, se incumplió un pacto con Cuba. Ésos son, apenas, los primeros costos de una candidatura que arrastra a la política exterior mexicana a cambio de despejar el camino a otra candidatura, ésta en el campo de la política interior.
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En materia de política interior es claro que, si a lo largo de cuatro años el responsable de ella no consiguió hacer los amarres necesarios para impulsar uno solo de los proyectos principales del Gobierno, es punto menos que imposible que lo haga ahora cuando el reloj sexenal marca la hora de entrar a competir por la Presidencia. Es la hora de marcar las diferencias, no las coincidencias.
El costo de esa política interior que nunca fue capaz de coordinar el trabajo del Gobierno hacia dentro y hacia fuera, que frecuentemente sacrificó el interés nacional por el afán de ocupar un rol protagónico, que en más de una ocasión socavó o confrontó las negociaciones de otros secretarios de Estado para colgarse medallas que nunca se consiguieron, es un asunto que aún no deja ver plenamente el tamaño de la cuenta acumulada. No lo deja ver nítidamente pero basta respirar la atmósfera política prevaleciente para tomar conciencia de la responsabilidad que se dejó de cumplir durante años.
El sacrificio de la política interior del país en aras de una candidatura comienza aflorar con el desafuero de Andrés Manuel López Obrador que, como se dijo en alguna otra columna, en el fondo muy poco importa. Lo que importa es que con esa acción, mal calculada y mal operada, afloran conductas que, en su expresión, dejan ver la talla de la división y polarización que se están provocando.
El que se acalle a una preparatoriana por mostrar un cartel contra el desafuero de López Obrador delante del presidente de la República, pone en evidencia la tentación autoritaria que se quería desterrar. El que se instalen rejas fijas en los alrededores de Los Pinos para presentarlo como un búnker inaccesible, muestra la valla que se tiende entre la residencia presidencial y el resto del país (y el resto del país es la nación). El que un diputado panista haga de un escupitajo estampado en el rostro de un adversario su mejor argumento, revela el nivel del “parlamentarismo”. Impedir el paso a un acto presidencial a quienes portan el moño tricolor que es símbolo de protesta contra el desafuero, pone sobre la mesa la idea de radicalizar, entonces, las formas de expresión. El que Acción Nacional cierre filas con el PRI para congelar el desafuero del senador Ricardo Aldana, exhibe brutalmente el sentido selectivo de justicia y el uso perverso de ésta contra el adversario político pero no contra el cómplice político. El que se organicen cenas y comidas, donde foxistas y priistas celebran el desafuero, es una convocatoria a organizar la kermés de la revancha. El que funcionarios públicos o representantes populares, incluido el mismo presidente de la República, eviten los lugares públicos porque no falta quién les reproche su conducta frente al desafuero, habla de la dificultad para convivir civilizadamente.
Todos esos “incidentes” advierten la gravedad de sacrificar la política interior.
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La política eliminatoria que es, en el fondo, la antipolítica no es por lo visto una novedad. No arrancó con el desafuero de Andrés Manuel López Obrador, arrancó antes, con Felipe Calderón y no se había hecho manifiesta porque, como dicho, se estaba aplicando dentro de los terrenos de Acción Nacional pero, en la desesperación, el Gobierno la ha llevado al terreno nacional que no es de un solo partido ni de dos, es de más.
Puede el panismo hacer de esa política la degradación de la cultura cívica que supuestamente alentaba para caer en el campo del canibalismo. Allá ellos. Lo que no puede hacer el Gobierno es convertirla en la forma de relacionarnos entre los mexicanos porque, entonces, está llamando a dejar los canales institucionales y civilizados de participación para recorrer los caminos de la violencia, el encono y la venganza.
Hoy, por lo pronto, la tentación del foxismo de hacer a un lado la política como tal, sea interior o exterior, en función de miedos, caprichos o ambiciones personales, está revelando que el tiempo o la circunstancia gobierna sus actos y no que sus actos gobiernan la circunstancia o el tiempo.
Insistir en esa política eliminatoria es renunciar a la política y abrirle la puerta a la incertidumbre que deja a la circunstancia lo que pueda pasar. Seguir orientado los pasos con una brújula sin imán y medir el tiempo con un reloj alocado y sin manecillas, terminará por arrasar a la política aunque algunos crean que eso es asegurar la ambición personal que se quiere concretar.