Premio Estatal de Periodismo de Coahuila 2005 (Columna)
Era uno de esos sábados en que no se sabe bien a bien qué hacer: ni tiene uno la alerta mental para ponerse a leer algo en serio; ni está de vena para meterse en vericuetos que impliquen un juego medianamente movido de las sinapsis; ni hay nada (como casi siempre) en la programación televisiva que llame la atención. Vaya, es como si uno se hallara en el estado catatónico del Bofo Bautista ante los escupitajos y golpes de jugadores, entrenador, aficionados y creo que hasta la mascota del Boca Juniors. Algo así.
Ante una status quo semejante, no queda de otra: hay que proclamar oficialmente un Sábado-para-ver-bobadas.
Un ‘Sábado para ver bobadas’ se consagra, como su nombre lo indica, al consumo de esas películas que uno compró o grabó inexplicablemente y que resulta vergonzoso tenerlas, dado que incluso uno está de acuerdo en que no valen la pena. Pero que luego da cosa deshacerse de ellas, por lo que costaron, por un prurito ficticio (“al rato se van a volver clásicos kitsch”) o para incordiar al cónyuge que nos dijo que no las compráramos. Por eso ahí están, acumulando polvo y esperando ese tipo de sábados. Como ocurre con todas las cosas, a fin de cuentas tienen una función útil: dejarse ver con toda lasitud, sin exigir nada, y permitiendo al espectador sentir transcurrir las horas sin que haya apenas actividad cerebral perceptible.
Así pues, primero me soplé “Mundo acuático” (Waterworld, 1995), un auténtico desastre con Kevin Costner y ese ángel caído a la Tierra (bueno, al océano) que es Jeanne Tripplehorn. Ellos habitan un planeta sin tierra firme y sometidos al acoso de un villano sencillamente genial, interpretado como sólo él sabe, en el pasón perpetuo, por Dennis Hopper. La acción es bastante movida, el navío de Costner muy ingenioso (parece hecho por mexicanos, con chicle-alambre-y-Kola-Loka) y el alucine del barco de los malosos hasta simpático. Pero sólo teniendo una lesión cerebral de consecuencia puede uno tomar remotamente en serio esta película, usualmente considerada una de las mayores perdedoras de dinero de la historia (aunque de hecho logró una pequeña ganancia… creo que a través de los burros que compramos el video).
Luego pasé a buscar otras cintas que completaran el Sábado-para-etcétera, y de hecho ya había hecho una selección sencillamente aletargante: “Godzilla” (1998) y “Día de la Independencia” (Independence Day, 1996) cuando caí en la cuenta de dos detalles:
Primero, que me causaría más daño moral que una periodista argentina el presenciar en dos ocasiones cómo destruyen el Edificio Chrysler, uno de mis favoritos y el más bello rascacielos jamás construido.
Segundo, que el cerebro ya me estaba funcionando, quizá rehidratado después de la remojada previa.
Así que, en lugar de seguir el programa original, dejé vagar la vista por las torres de video donde sí, también hay cosas muy rescatables. Y ahí me topé con un clásico que no veía desde hace tiempo: Blade Runner (1982, de Ridley Scott), según muchos críticos (y fans) una de las mejores películas de ciencia-ficción de todos los tiempos. Si no la conocen, no se la pierdan. Aclaro: no es la típica cinta de matinée para digerir palomitas. No es para Sábado-etcétera, sino propia de un Jueves-para-cuestionarse-y-conflictuarse. Ésta es la gruexex, enrolándose con asuntos tales como la caducidad de la existencia, el peso moral de crear la vida, el racismo, los límites entre lo vivo y lo no vivo y la eutanasia, el poder de las transnacionales y algunas recetas de comida china. Con esos enredos vemos a Harrison Ford enfrentarse a humanoides llamados “replicantes”, que suponen una amenaza precisamente por no ser humanos (¡!). Entre ellos se encuentran Darryl Hannah y Sean Young (hace más de veinte años, ojo). La película está tan bien hecha, que hasta resulta plausible que alguien quiera eliminar a ese par de cueros. Todo ello en un ambiente surrealista oscurísimo, situado en un Los Ángeles marranísimo del año 2019, en donde no se ve el Sol ni aunque lo convoque el Rayito de la Esperanza. Según esto, el futuro se parece a Iztapalapa con apagón una tarde-noche de lluvia. Con rascacielos y carros voladores, eso sí.
La cuestión es que en esa escenografía decadente y siniestra hay varios motivos visuales recurrentes, que aparecen a lo largo de toda la película en forma de gigantescos espectaculares luminosos (de hecho, lo único que puede decirse que tiene luz): uno es la propaganda para que la gente se vaya a colonizar otros mundos; lo cual, viendo cómo está la Tierra, me parece un gasto innecesario de recursos: cualquiera querría salir cuanto antes de ahí.
Otra es el logotipo del refresco de cola más famoso del mundo, que amenaza con quedarse entre nosotros hasta que el infierno se congele. Y la tercera es sumamente enigmática: cada quince o veinte minutos vemos un anuncio luminoso que proyecta el rostro de una mujer japonesa, sonriendo taimadamente, haciendo un mohín, mirándonos coquetamente. Nunca la oímos hablar (pese a que la banda sonora es soberbia). Nunca sabemos qué anuncia. A lo largo de la película esa cara aparece y desaparece, y nos quedamos preguntándonos qué rayos trata de vender o de qué quiere convencer al culto público que se amontona en los multifamiliares de cien pisos de LA.
Y al mismo tiempo nos deja un saborcillo de algo conocido. De algo que estamos percibiendo en nuestras calles a diario. Me suena, me suena.
Y entonces caemos en la cuenta: tenemos varios meses viendo anuncios fijos y móviles, electrónicos y pegados con engrudo, cuyo mensaje es uno solo: la cara de un fulano. Más bien, de varios fulanos. Pero lo que nos están tratando de endilgar no es ni una idea, ni una propuesta, ni siquiera una frase con sentido para reflexionar. No, lo que se nos entrega es la faz de un hombre, muy sonriente él, uno que otro muy cachetón, diciéndonos cómo se llama y algunas palabras inanes de toda inanidad como “Trabajando para ti” o “Presidente Municipal de Saltillo”. Sí, bueno, ¿y? Aparte de saber que Perengano trabaja para mí (la verdad, nadie se ha aparecido para pasear al Duende, mi perro Labrador) o que Zutano es “Tu diputado federal”, lo único que se nos presenta es una cara. Y la magnífica labor que han realizado sus odontólogos. Nada más.
Lo peor es que, en vista de la proliferación de estos rostros sonrientes, resulta muy evidente que esos señores, tan enamorados y satisfechos de sus propios rostros que piensan que con ellos basta para convencernos (¿De qué? ¿De que trabajan? ¿De que es Presidente Municipal de Saltillo?), se están gastando carretadas de dinero en eso. Y semejante tiradero de recursos, en un país con tantos pobres, tanta miseria, con el tejido social tan dañado, resulta sencillamente criminal.
Más aún: el 99.43 por ciento de los mexicanos tenemos la leve sospecha que el dinero para esas promociones proviene, al menos parcialmente, de alguna fuente pública. O sea que además de ególatras y faltos de imaginación, rateros. A la ofensa añaden el insulto.
Y todo eso, en teoría, para “posicionarse”: término que usan los mercadotecnistas para definir lo que en buen cristiano se llama “ser conocido”. Y en este país, ser conocido es casi, casi, sinónimo de ser elegido. La conseja es que el mexicano vota por aquél cuyo nombre y/o facha conoce. No le importa su background, no le importa si ha sido una rata asquerosa toda su vida: con haber oído hablar del personaje, éste ya se encuentra a un paso de que voten por él.
Lo cual, por supuesto, da mucho qué pensar acerca no sólo de la capacidad intelectual del pueblo mexicano (nivel educativo promedio: primero de secundaria), sino también de la de los prepreprecandidatos: ¿no han pensado que, luego de ese bombardeo de saturación, habrá quien no desee ver sus caras el resto de su vida?
¿No se han puesto a calibrar el descontento de quienes se indignan ante ese dispendio absurdo, insultante y estúpido? Si no lo han hecho, deberían. Y yo lo invito, amigo lector, a que no vote por ningún prepreprecandidato cuya jeta vea usted en un espectacular. A menos, claro, que nos recomiende a su dentista. Y nos pague un par de consultas.
Consejo no pedido para tener un Domingo-sin-rostro: Por supuesto, vea “Blade Runner”; lea “Hitler 1889-1936: Hubris”, de Ian Kershaw, magnífico recuento de cómo llegó el Monstruo al poder (entre otras cosas, poniendo su rostro hasta en el papel del baño) y escuche “Mastropiero que nunca”, de Les Luthiers, grupo que él solito justifica la existencia de la República Argentina (bueno… casi). Provecho.
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